La publicación en el Boletín Oficial del Estado de la disolución de las Cortes, en cumplimiento del plazo legal que permitirá la celebración de elecciones generales el próximo 28 de abril, puso ayer fin a una de las legislaturas más convulsas de la reciente Historia democrática de España, que arrancó el 19 de julio de 2016 con un Congreso totalmente fragmentado que necesitó más de tres meses, hasta el 29 de octubre, para investir presidente al popular Mariano Rajoy. Dos años y medio después, este período político se cierra con el socialista Pedro Sánchez como líder de un Ejecutivo sustentado en apenas 84 diputados del PSOE de los 350 que forman la Cámara Baja.
El impredecible futuro de la legislatura que ahora acaba vino ya marcado por una fallida, la de 2016, la más breve, que ni siquiera pudo contar con un presidente del Gobierno, a pesar de que Sánchez se presentó al debate de investidura en la Cámara que no respaldó su candidatura. La ruptura total del bipartidismo se hizo patente y auguró que un nuevo tiempo político se abría en España. Tras la repetición de los comicios, el Congreso volvió a quedar dividido y a hacer de las alianzas el único arma para llegar a la Moncloa. En esta ocasión, fue Rajoy el que aceptó el encargo del Rey para formar Gobierno. Sin embargo, la aritmética tampoco le fue favorable.
Tras la investidura fallida, los partidos decidieron aparcar las negociaciones hasta después de las elecciones autonómicas en el País Vasco y Galicia del 25 de septiembre. Con la cuenta atrás en marcha, el 31 de octubre se ponía fin al tiempo legal para formar Ejecutivo, el líder de los populares intentó de nuevo llegar a Moncloa. Fue entonces cuando el PSOE se rompió entre aquellos que se inclinaban por una abstención para sacar a España del bloqueo y los que apoyaban el «no es no» que abanderaba Sánchez. Se impusieron los primeros, llevándose por delante, incluso, al secretario general de los socialistas, que acabó dimitiendo tras un Comité Federal de infausto recuerdo para Ferraz.
Con un PSOE dividido y descabezado, Rajoy comenzó un mandato marcado por el desafío independentista de Cataluña que vivió su punto álgido en septiembre y octubre de 2017, con el referéndum ilegal de secesión, la declaración unilateral de independencia realizada por el Parlament, la aplicación del artículo 155 de la Constitución que acabó con la destitución del Govern y la detención y encarcelamiento de gran parte de los líderes del procés que, actualmente, están siendo juzgados.
Sin embargo, no fue el órdago de los separatistas lo que acabó con el Ejecutivo de Rajoy, sino una sentencia judicial. En mayo de 2018, el PP fue condenado como partícipe a título lucrativo por su implicación en los primeros años de la trama Gürtel. Este hecho provocó que Pedro Sánchez, que había recuperado el poder en el PSOE gracias al apoyo de las bases en las primarias, presentase una moción de censura en el Congreso que salió adelante gracias al apoyo de Podemos, el PNV, Bildu y los secesionistas catalanes. Así, el líder socialista llegó a la Moncloa.
Tras alcanzar el poder, el madrileño compuso un gabinete ministerial con figuras diversas en lo personal, lo profesional y lo ideológico, que en muchos casos tenían una notable dimensión popular. En su hoja de ruta figuraban varias reformas, muchas de ellas de carácter social y con signo progresista, aunque su minoría en el Congreso le perjudicó a la hora de lograr el respaldo para sacar adelante esa agenda.
De hecho, fue el rechazo de la Cámara Baja a sus Presupuestos Generales del Estado lo que precipitó el fin de sus nueves meses de Gobierno, con el adelanto electoral y la disolución de las Cortes que se oficializó ayer.