La sensación al terminar de transcribir la conversación de una hora con Felicitas Jiménez Ridruejo puede describirse como algo parecido al pudor, provocado por esa enorme responsabilidad de contar lo escrito, lo vivido por esta mujer nacida hace casi 96 años en las agrestes Tierras Altas sorianas. La charla apenas se queda en cinco folios. Es poco. Y tanto... «Estoy entusiasmada con la idea de escribir este libro. Llevamos mucho tiempo Teresa y yo recordando en mi pasado, en mi vida. Lleva tiempo, pero merece la pena. ¡Cuándo hubiera yo pensado que me esperaba esta vejez! Nunca. Pero así es. Hoy puedo hacer y tener lo que no pude hacer y tener. Ser libre. Bajo la tutela de mis hijos y una obediencia a mis superiores en la residencia, procurando obedecer y respetar en todo momento las órdenes del centro donde vivo». Es la introducción de las Memorias de Felicitas Jiménez Ridruejo, nacida el 15 de noviembre de 1923 en San Andrés de San Pedro. Vive desde hace 17 años en la residencia de Los Royales de Soria y pasa unos días en la casa de verano de una de sus hijas, en Quintana Redonda. Allí nos recibe, en el jardín, acompañada de sus gemelas Mari Carmen y María Jesús.
Confiesa que es «presumida», que siempre lo ha sido y ese rasgo de su personalidad no lo perderá. Camiseta estampada en tonos marrones a juego con su falda. Zapatos rojos, como sus uñas. Collares de perlas, pendientes de oro y reloj, como accesorios. Peinado discreto, perfecto. Y una piel cuidada, fina, que no denota una intensa vida que se aproxima al siglo. «Me da alegría cada año que tengo. Me gusta que me pregunten la edad, no pienso los años que tengo, no me lo creo», asegura.
No duda, ni para recordar los buenos momentos, ni los peores. Tampoco cuando cuenta cómo se fraguó la idea de escribir sus memorias. Sin secretos. «Yo cuento todo, lo bueno y lo malo». Hace ya seis años que terminó este compendio de vivencias que perfilan su autobiografía, un trabajo para el que ha contado con la ayuda de Tere Plaza, trabajadora del centro de mayores Los Royales.
'Mis memorias', por Felicitas Jiménez Ridruejo - Foto: Javier Ródenas Pipó«Cuento mi vida, desde que nací». Nada más y nada menos. Asegura que le marcó que la separaran de su madre la nacer para que la criara una mujer, en el ahora despoblado de Bea, hasta que tuvo tres años. «Al subir a casa [a San Andrés de San Pedro] una señora mayor me dijo: qué te creerás, que te va a querer tu madre como a los otros hermanos si no te ha criado. Y me entró un ‘mal moral’... que lo pasé fatal hasta los cinco o seis años, hasta que me di cuenta de que eso no era cierto», rememora.
No había cumplido los 16 años cuando terminó la Guerra Civil y asegura que esos tiempos fueron «malos», aunque a ella le pillaran de niña. Lo peor, el capítulo que vivió su padre cuando «lo cogieron los ‘rojos’ para matarlo (...) Todo un drama». Su madre enviudó joven, con ocho hijos a su cargo, de forma que no le quedó otra que salir adelante «sufriendo muchas penas y privaciones».
su vocación: maestra. El sueño de Feli era ser maestra. Lo que más le ha gustado, «de siempre», ha sido escribir, también leer. Y pintar, la pintura le apasiona. Cuenta que de niña ya tuvo un especie de diario, unas páginas que rompió en su adolescencia, quizás rebelde por cortar con su infancia, un acto del que se arrepiente «profundamente». Era joven, quería salir del pueblo, estudiar magisterio, enseñar a los demás. Trabajar en el campo nunca le gustó y relata con picardía cómo, a propósito, desempeñaba mal las tareas que le encomendaban sus hermanos, para así no tener que hacerlas más.
Todas estas anécdotas las va contando a la par que hojea las páginas unidas por un canutillo, con tapas de plástico, en cuya portada aparece una fotografía de Felicitas y debajo se lee: Mis memorias. Con su nombre y apellidos, claro. En esta autobiografía recuerda que hasta los 15 años estuvo en San Andrés de San Pedro y salió de allí para marcharse a Arévalo de la Sierra a acompañar a su hermano cura. Allí estuvieron seis años, después otros tres en Reznos. Y, finalmente, el destino fue Almazul, donde se casó con Santiago López Picazo, y tuvo a sus dos hijos mayores. Después se marcharon a vivir a la capital soriana, primero a la calle Cuchilleros, luego al «grupo de viviendas San Saturio» y, finalmente, «en San José Obrero». Ya en la capital vinieron al mundo su tercer hijo varón y las gemelas. Cuenta en sus memorias que Mari Carmen nació con un peso «normal», con tres kilos, pero Chus apenas contaba con un kilo. «Salió adelante y sin incubadoras. Doña Felisa, la médica, me forró un moisés con una sábana, hizo un agujerito y en algodón la metimos. No la sacaba más que para limpiarla y darle el pecho. Así estuvo diez, once días, y según iba mejorando la sacamos. Al poco tiempo se puso muy malita, creíamos que se moría, teníamos el faldón para amortajarla ya preparado, y sube una vecina y dice: ¡Qué ha movido un ojo! Y ahí la tienes», explica señalándola.
la boda. La boda de Felicitas y Santiago fue todo un acontecimiento en 1948 en Almazul. Aunque considera que fue modesta, entre los invitados se encontraba la Corporación municipal de entonces y algunos familiares, y la ceremonia fue oficiada por su hermano sacerdote, Vitorino Jiménez, y por el arcipreste de Gómara, Marcelino Lenguas Pérez. De hecho, el enlace tuvo su espacio en la prensa, un recorte que está incorporado al volumen de memorias. El texto, que lee en voz alta su hija Mari Carmen, termina así: «Los recién casados salieron en viaje de luna de miel para la Ciudad Condal y región levantina. Les deseamos eterna luna de miel. Nuestra más cordial enhorabuena para los recién casados».
Y fue un matrimonio feliz, bien avenido. «Mi marido era muy buena persona. Nos fue bien», resalta Felicitas, que narra también cómo fue su noviazgo de poco más de siete meses. Porque Feli fue una estratega en sus conquistas. A su marido, que tenía tienda en el pueblo, le encargó que le llevara a arreglar a Calatayud un reloj que no estaba roto... pero así fueron tomando contacto. Su matrimonio duró más de medio siglo, hasta que Santiago falleció en 2002.
Sus hijas le animan a contar «lo de su novios». Se ríe y recuerda que también en la localidad de Almazul estuvo saliendo con chico casi tres años, al que quería «mucho», era «buenísimo y muy listo», pero era hombre de campo y ella no entendía nada de eso. Después, en Reznos, salió con un joven al que «no quería», admite, así que le hacía alguna que otra «perrería» como quedar a una hora y no acudir... cerrarle la puerta de casa... hasta que el joven se cansó y rompió el noviazgo. «Un día estaba en el balcón, pasa y ni me mira. Claro que me ofendí (risas?), pero yo no le iba a dejar porque era la hermana del cura... Luego quiso volver, pero yo ya no quise», comenta.
SUS poemas. Era evidente que el espacio de estas páginas se iba a quedar escaso para resumir lo que Felicitas nos cuenta de sus memorias, de los 96 años con sus padres, hermanos..., con su marido, con sus cinco hijos, seis nietos y tres biznietos, con su familia de la residencia Los Royales... Pero hay que dejar un hueco para hablar de su producción poética. Tiene unos cuantos recopilatorios de poemas, uno de ellos dedicado a su hijo mayor, José María, fallecido con tan solo 34 años, un asunto que, al mencionarlo, le entristece ese gesto de mujer luchadora. «Lo pasé muy mal, estaba muy unida a él, era el mayor». De todos sus hijos se siente «orgullosa», están «todos bien colocados». Y de sus nietos, a los que ponía en orden con un «pinchacito de alfiler» cuando se revolucionaban en aquellos veranos que pasaban en la casa familiar de San Andrés de San Pedro.
«Escribir ha sido mi debilidad. Cuando mis hijos eran pequeños no tenía un minuto (...) Me gustaría es