A las 14,11 horas se escuchó el sonido de la losa al encajarse en el sepulcro; «en el Presbiterio entre el Altar Mayor y el Coro de la Basílica», como detallaba el pormenorizado escrito que había enviado el Rey al abad del Valle de los Caídos para encomendarle que se hiciera cargo de los restos de Franco.
Ninguno de los que asistieron a aquella ceremonia podían imaginar que casi 44 años después, los restos del caudillo tuvieran que cambiar de lugar ni que hoy España fuera a enterrar a Franco por segunda vez.
Todo lo que ocurrió desde la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 hasta las dos de la tarde del 23 estaba milimétricamente planificado por los servicios secretos, ya que las primeras horas del franquismo sin Franco resultaban cruciales para el régimen.
Fue el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, quien en enero de 1974 encargó a los servicios de inteligencia de entonces la elaboración de un meticuloso plan de contingencia para los primeros días sin el jefe del Estado.
Se creó entonces un grupo de trabajo formado por los comandantes Peñaranda, González Soler, Atienza y el capitán Hernández Rovira, encargados de lo que se conocería como operación Lucero.
¿Dónde sería enterrado Franco? ¿Dónde y cómo se llevaría a cabo la rendición de honores? ¿Cómo se haría el traslado? Los cuatro militares centraron en esos tres aspectos su trabajo.
Peñaranda cuenta en su libro que Arias Navarro zanjó el debate sobre dónde debía ser enterrado el dictador diciendo que, salvo que el caudillo hubiera dejado alguna disposición testamentaria al respecto, el enterramiento se produciría donde decidiera el Gobierno.
No se halló ninguna disposición de Franco y los servicios de inteligencia decidieron que fuera en el Valle de los Caídos.
Decidido el lugar, el equipo de trabajo se afanó en los detalles, que incluían una cronología entre cuyos primeros hitos figuraban aspectos como la comunicación del fallecimiento o la movilización del Ejército ante posibles acciones subversivas.
una jornada masiva. El cadáver de Franco fue trasladado desde el Hospital de la Paz al Palacio de El Pardo, donde pudo velarlo su familia, y de allí, al día siguiente, al Palacio Real, donde se instaló la capilla ardiente.
Durante 24 horas cientos de miles de personas, según los cronistas de la época, pasaron por delante del féretro; a las 8 de la mañana del domingo se cerró la capilla ardiente y se selló la caja.
El ministro de Justicia, José María Sánchez-Ventura, como Notario Mayor del reino, dio fe del cierre «por soldadura de la caja».
Ya con el ataúd en la plaza de Oriente, escenario elegido siempre por el franquismo para mostrar la adhesión de los españoles al régimen, se celebró una misa corpore insepulto ante una multitud que alternaba los silencios con gritos de «Franco, Franco, Franco».
Un camión del Ejército portó los restos del dictador; tras el vehículo, flanqueado por una unidad de lanceros a caballo, el coche del Rey, descubierto y con Don Juan Carlos de pie. En Moncloa, cambia la escolta y los motoristas sustituyen a los guardias a caballo camino del Valle de los Caídos.
El féretro llegó poco antes de la una de la tarde a la explanada del Valle de los Caídos, donde aguardaban miles de personas, entre 60.000 y 100.000, según se publicó entonces, cantando temas militares y de la Falange como el Cara al sol.
Ya frente a la tumba, el abad bendice el féretro, una de las nietas del dictador sufre un leve desmayo y finalmente el notario mayor del Reino toma la palabra para.
Minutos después el ataúd es depositado en el fondo de la tumba y es cubierto por una losa de granito de 1.500 kilos con la inscripción Francisco Franco y una cruz.