Se encontraba delante de la dirección que indicaba la misteriosa carta. Por la estrecha y vacía calle sólo corría un viento desbocado que arañaba la piel. La amarillenta luz de la farola de gas iba y venía al compás del aire. En ningún caso se podía adivinar desde la acera que allí dentro hubiera una gran cena de Navidad, como anunciaba la misiva. Quedaban un par de semanas para el 25 de diciembre, pero las celebraciones sociales ya estaban en marcha. Por naturaleza era desconfiando, pero que el remitente no hubiera errado ni un solo dato personal le hizo comprender que el anónimo emisario -para bien o para mal- al menos, le conocía. El membrete con el escudo de los Doce Linajes también ayudó. Actuó como el gancho en las bromas, ese dique que fija y contiene al sorprendido antes de que salga por patas o suelte algún improperio. Aquel hidalgo, redondo y petrificado reloj del Ayuntamiento, que no el de la Audiencia -que también- le hacía volver anímicamente a casa. Cosa que él valoraba tanto, pues se vio obligado a salir de ella muy joven y por mucho tiempo. Un cerrojo resonó en la calle y la puerta se abrió. Un hombre alto, fuerte y con poblada barba le invitó a pasar. Vestía una especie de túnica de terciopelo morado. El vestíbulo era todo de piedra. Varias antorchas, a ambos lados, iluminaban la entrada. «Le estamos esperando», le dijo con una amplia sonrisa. Ambos subieron una crujiente escalera de madera. Arriba, todo se volvió luz. Grandes lámparas de techo iluminaban el comedor donde había preparada una mesa para nueve. «Ya estamos todos», anunció el improvisado anfitrión. El invitado palideció al asimilar la estampa. «Les presento brevemente». «Quizá no haga falta», balbuceó el sorprendido, aún aturdido. «He paseado mucho por delante de la Diputación». Nadie entendió la moderna referencia. «De derecha a izquierda: San Martín de Finojosa, de Santa María de Huerta; Diego Láinez, de Almazán; Sor María de Ágreda, se imagina; San Pedro de Osma, de el Burgo; Santa Cristina de Osma, lo mismo, y Francisco López de Gómara. De Gómara», enumeró el caballeroso anfitrión mientras todos saludaban al invitado. «Él sigue siendo anónimo», dijo señalando al séptimo comensal. «No sé cómo presentártelo… Desciende de la zona de San Esteban de Gormaz y compuso el Cantar del Mío Cid. Puede hacerse una idea"» El sobrepasado invitado se daba aire con la servilleta mientras cuadraba las cuentas. Si eran nueve, faltaba uno. Miró la silla vacía de su derecha en busca de respuestas. Un pequeño cartel de protocolo anunciaba al comensal asignado: 'Alfonso VIII'. El invitado alzó la vista, miró a su anfitrión y éste asintió. Cayó redondo, claro. «Y eso que este año hemos venido la mitad», bromeó el Rey castellano.
El otro día, en Madrid, tuve la primera cena 'de Navidad' del mes. «Así que, de Soria, eh. Los torreznos, el Numancia… Bueno, y el frío». Rieron el resto. «Sí, básicamente», respondí. Apuré mi copa de Antídoto y salí en busca de la cena de Los Ilustres.