Nos dicen que es inminente un acuerdo entre PSOE y PP para renovar –total, apenas llevamos cinco años y medio de retraso...- el Consejo del Poder Judicial. El Gobierno de los jueces vive en la provisionalidad desde hace un lustro largo, y lo mismo ocurre con su presidente y con el presidente del Tribunal Supremo, amén de otros organismos de control o la propia Radiotelevisión pública. La misma vicepresidenta tercera del Gobierno es casi una interina en el Consejo de Ministros, porque hace ya tiempo que prepara su salto a una comisaría europea. Todo cambia, nada es inmutable, que decía Heráclito... excepto en España, donde todo muda, pero oficialmente está estancado, no se renueva. O sea, la peor de las hipótesis de trabajo posibles.
Incluso el Ejecutivo vive como en un suspiro, pendiente de un señor que se llama Puigdemont y que ni siquiera está, por el momento, en territorio nacional, provisionalmente fugado. Que no digo yo que el Gobierno de España viva en la interinidad, no; pero sí digo que se ha colocado en una situación de extrema debilidad, dependiendo de unos socios independentistas catalanes que ya no mantienen aquel 'pacto de hierro no escrito' que permitía a Pedro Sánchez, maestro de las provisionalidades, pervivir en La Moncloa con relativa comodidad. El presidente, que tiene olfato político para rato, conoce su debilidad, y por eso insiste en cuanto puede en que agotará la Legislatura hasta 2027; ni él ni nadie sabe si ello será posible y lo que no es, desde luego, es probable.
Claro, la Generalitat de Catalunya, de la que tantas cosas penden y dependen, es la primera aquejada de esta suma provisionalidad, que arrastra de alguna manera al resto del Estado. Y así, por 'culpa' de Cataluña, o más bien de quien ha procurado este embrollo para pervivir políticamente , se exacerban las diferencias entre 'progresistas' y 'conservadores' en el Tribunal Constitucional, en el Supremo, en el Consejo del Poder Judicial, en la Fiscalía general del Estado, en las Cámaras legislativas, en los medios de comunicación… Y, por supuesto, en la propia sociedad, que, aunque parece comprender mal este proceso mixtificador, desinteresándose de él, está claramente partida en al menos dos Españas.
Un país provisional es aquel en el que se relaja el cumplimiento de las leyes 'tradicionales', comenzando por la Constitución; en el que el valor de la palabra dada es apenas relativo, por decirlo suavemente; en el que, por ejemplo, se puede desobedecer una instrucción del Tribunal Constitucional (el Parlament catalán lo ha hecho) y nada ocurre; en el que se relaja, en beneficio de alguno o algunos, la vigilancia de la ética y la estética de los negocios a la sombra del poder. Un país provisional es uno en el que falla la seguridad jurídica, en el que nadie se molesta ya en desmentir las 'fake news' oficialmente difundidas y en el que el Código Penal ha pasado a ser un mero indicio, que a unos favorece con su benevolencia y, en cambio, extrema su rigor con otros.
En un país provisional, las reglas del juego cambian según quiénes sean los jugadores. Un país provisional es aquel en el que los ciudadanos no acaban de entender a sus representantes y viceversa. Este es el país que yo percibo cuando entramos en una recta decisiva en la navegación política de la nación. Este, lamentablemente, y no quiero hacer de ninguna manera catastrofismo, es mi país, un gran país que ha de aprender a emplear con mayor firmeza y contundencia la palabra 'estabilidad', que es lo contrario de esta provisionalidad que hoy comento a la luz de todo lo que estamos viendo que pasa ante nuestras cada vez más indiferentes narices.