Pocas cosas tan imponentes y reconocibles como la dignidad. Según avanza el tiempo, el ritmo de conocer a nueva gente disminuye. Pero baja por mera salud mental y porque el experimentado de muy joven es insostenible. En mi caso, nuevas promociones de compañeros en el colegio, el instituto, la Universidad… La Universidad como concepto, no como lugar. Porque lo importante pasaba fuera de la Facultad. A todo ello, había que sumarle los ochenta y tantos colegiales nuevos que cada año se incorporaban al Colegio Mayor. Este ritmo, afortunadamente, ha descendido últimamente. Sólo en cantidad. Aún me quedan unos años para la treintena, pero parece que el vuelo comienza a estabilizarse. O eso es lo que nos repetimos en bajo para no entrar en pánico con las constantes turbulencias.
Retomo con la dignidad. Hace unas semanas, añadí un nuevo nombre a esa amalgama. Un amigo de un amigo. A lo largo de la cena, comentó que él no había salido nunca de fiesta hasta hacía pocos años. Interesándonos por esta declaración, nos explicó que no era por falta de ganas, sino porque no podía. Sus padres tienen una pequeña panadería. Varios varapalos les obligaron a reinventarse haciendo bocadillos durante la madrugada para los adolescentes juerguistas. Le tocó remangarse. Desde que pudo trabajar, ha pasado todos los fines de semana de la última década y algo sirviendo bocadillos a otros de su edad, más afortunados. En las noches más flojas, su padre y él llenaban una cesta e iban con ella hasta la puerta de algunas discotecas. Quizá no sea lo más canónico, pero seguro que es la práctica menos reprochable del mundo de la noche. Faltaría más. Nos contó cómo algunos «amigos» se avergonzaban de él a la salida del local. «No les daba buena imagen», decían. Aun con todo, no cesó con su deber ni un solo día, aunque siempre soñaba con estar en cualquier otra parte, sin tener que cargar con la cesta y con el plomizo peso de aquellas injustas miradas. Ese halo de dignidad, impagable, acompañará siempre a este chico tan extraordinario. Esa misma dignidad ante la adversidad que el otro día demostró el maestro Rubén Sanz en los micrófonos de El Albero, donde dejó sin palabras y emocionados a mis amigos y excompañeros Sixto Naranjo y Pablo Rivas. La dignidad de los agricultores que están saliendo a la calle, incansablemente, a defender lo suyo. Que es lo nuestro, porque es lo de todos. Según nos contó el otro día Pablo Vierci, autor de La Sociedad de la Nieve, la misma dignidad con la que los supervivientes posaron en los Andes ante la cámara de Roy y Tintín. Se sabían sentenciados pero no dudaron en sonreír en cada fotografías. «Alguien las verá. Y nos tiene que ver felices», pensaban. La dignidad con la que esos supervivientes, pese a todo, se peinaron y acicalaron, como pudieron, para recibir a sus rescatadores. 72 días de tragedia y todos quisieron arreglarse para salir de allí. La dignidad, qué imponente, reconocible y humana. No todo iba a ser malo.