La ermita de la Nuestra Señora de la Concepción de Alentisque

T.G. / J.M.I./ L.C.P.
-

En los restos románicos se aprecia una iglesia de planta basilical y de una nave

La ermita de la Nuestra Señora de la Concepción de Alentisque

Quizás era demasiado cálida la mañana de abril para esa época. La aprovechamos para visitar el románico de Alentisque. En algo más de media hora alcanzamos esta población siguiendo la autovía hasta Almazán y desviándonos allí por la CL 116, carretera dirección Monteagudo de las Vicarías, y que nos conducirá hasta las márgenes del pueblo.

En el camino apreciamos el verde intenso con el que los campos se han vestido gracias a las abundantes lluvias que últimamente habían caído, deshaciendo así un justificado temor a una prolongada sequía.

Alentisque está enclavado en un llano situado en la falda de un montículo al que se dio el nombre de Puerto de Alentisque. La aldea se integró en la Comunidad de Villa y Tierra de Almazán y, dentro de ella, en el sexmo de la Sierra. 

Cruzan estas tierras pequeños riachuelos, y sus aguas, incrementadas por algunas fuentes, terminan en el arroyo Alepud que las conduce al río Morón que se encarga de llevarlas al Duero. 

La localidad es en la actualidad un núcleo pequeño de casas cuya construcción se sirvió, de forma mayoritaria, del adobe. Se utilizó la piedra en alguna de ellas, especialmente en las bases de las paredes y en los lugares más nobles, pero esencialmente es el barro, a veces revestido, el que muestra su fuerte humildad. 

A pesar de su tamaño, Alentisque sigue siendo municipio, calidad que obtuvo al caer el Antiguo Régimen, allá por el siglo XIX. Su nombre nos recuerda a Alentejo, pero leyendo a José Antonio Pérez-Rioja, descubrimos que procede del latín lentiscus, lentisco, con anteposición del artículo árabe al. A mitad de ese siglo lo habitaban unos 250 habitantes y fue creciendo, ayudado por la incorporación de Cabanillas, hasta llegar a más de 350. Hoy, paseando por sus calles nos parece imposible. Y aunque está habitado, no son más de 30 personas las que viven allí. Pero eso en invierno. Las fiestas, los fines de semana y el verano transforman esa realidad, y el municipio aparece habitado y resplandeciente.

Llegamos al pueblo buscando el cementerio, lugar en el que está ubicada la antigua ermita de Nuestra Señora de la Concepción, objeto de nuestro interés. Nos recibe a la entrada de la localidad otro edificio, bien cuidado, que en su día fue la escuela y que hoy se utiliza como centro social; nos llamó la atención su forma curvada, adaptándose a la curvatura de la calle. Al lado de las escuelas antiguas nos encontramos, casualmente, con Alfonso Casado y Alejandro García Herrera que alimentaban de gasoil a un moderno tractor ubicado en un gran almacén. Preguntamos por la iglesia románica que pretendíamos ver, con la fortuna de que Alfonso Casado se mostró dispuesto no solo a orientarnos sino a acompañarnos junto con su hija Silvia, a la que conocíamos de su paso por el bachillerato del instituto Machado. Con estos amables cicerones cruzamos el pueblo y por la carretera que conduce a Momblona, atravesando un coqueto merendero, la fuente y los antiguos huertos del pueblo, hoy reconquistados por los árboles, llegamos al cementerio y a la ermita románica que buscábamos. 

Alfonso había sido alcalde y mostró una gran sensibilidad por esa iglesia y por los problemas del pueblo. Nos informó de que a finales del siglo XX el edificio estaba semiderruido y que durante su alcaldía, a principios del XXI, se preocupó de cubrir con una nueva techumbre la cabecera. Lamentó no haber podido hacer lo mismo con la nave de la iglesia, aunque sí logró dotarla de un suelo de cemento que acabó con los árboles y arbustos que allí crecían; fijó además una interesante estela rectangular y la pila benditera monolítica.

En los restos románicos de la ermita de Nuestra Señora de la Concepción podemos apreciar una iglesia de planta basilical, de una sola nave, con presbiterio recto y ábside semicircular, ejecutada en su mayor parte en sillarejo, excepto el muro de poniente que lo hace con mampostería menuda; las esquinas y vanos lo hacen en sillería. La nave se encuentra abierta al cielo y la cabecera se cubre con una cubierta de madera, si bien en su origen pudo estar abovedada, con  portada abierta en el muro sur. La cabecera se abre con un arco de triunfo apuntado, soportado por dos pilastras con una imposta de listel y chaflán. Perfil que, invertido, se repite a modo de basa en el responsión del septentrión. El ábside conserva su altar de obra, el tosco vano abocinado de la ventana absidal, así como un gran nicho a ras del suelo, del que desconocemos su utilidad. Todo el interior estuvo enfoscado, conservando la cabecera restos de pintura mural con decoración vegetal de floreros y corazones, sobre un zócalo de color rojizo.

En el inmueble podemos distinguir dos periodos constructivos: uno medieval en la cabecera y otro de época moderna en los muros de la nave, que provocan un estrechamiento de la misma así como una disimetría entre el lado norte y el sur. El muro meridional aparece alineado con el del presbiterio, mientras que el septentrional se retranquea hacia el interior.

El muro meridional y la cabecera nos dan unas pistas sobre la procedencia de algunos de sus materiales y su construcción. En el muro meridional aparecen embutidas tres estelas medievales, mientras que en la base del presbiterio vemos una lápida funeraria romana. Muy cerca de la ermita se encuentra el yacimiento arqueológico romano y medieval del "Cerro de los Moros", del que pudieron llegar tanto las estelas medievales como la lápida funeraria y otros muchos materiales. Según el profesor Alfredo Jimeno que tradujo la lápida, siguiendo el calco que hiciera Santiago Loranco y la transcripción de F. Fita, podemos leer: "Sempronio Luro y Sempronia Ide, estando vivos, la hicieron para su queridísima hija Elpidotina y para sí mismos".

La cabecera se edifica en sillarejo y en el presbiterio se abre una ventana rectangular de una pieza muy abocinada hacia el interior, mientras la ventana absidal aparece tapiada. Al exterior, la cabecera está recorrida con una cornisa de perfil de nacela, decorada con unas líneas incisas y sustentada por un grupo de canecillos muy toscos decorados con rollos, piñas, nacela, hojas y una serie de inquietantes máscaras humanas y animales, entre las que queremos ver un  lobo. Durante mucho tiempo estas imágenes fueron diana e los juegos de los niños. 

La portada se abre en un antecuerpo adelantado del muro meridional, y casi con toda seguridad fue muy modificada con la reconstrucción de mediados del siglo XVII. Con esta reforma contó con un arco de ingreso y tres arquivoltas lisas. De ellas solo pervive el arco de ingreso de medio punto, la arquivolta lisa interior y restos de las dos exteriores. Los arcos descansan en jambas escalonadas, con impostas abiseladas decoradas con sucesión de círculos secantes a levante y palmetas inscritas en una greca, a poniente. Tres parejas de columnas se acodillaban, de las cuales sólo se conservan completas dos y restos de una tercera, conservándose in situ cinco de los seis capiteles. Los de la izquierda se decoran con un entrelazo de cestería, dos pisos de hojas de acanto con bordes vueltos y hojas lanceoladas con piñas; en el lado derecho, el capitel interior se decora con tres pisos de hojas lanceoladas con una bola en el ángulo; el otro se decora con hojas sin apenas resalte, coronadas con volutas.

Por el libro de cuentas de la parroquial de San Martín Obispo, sabemos que a mediados del siglo XVII la ermita estaba en estado ruinoso y, debido a la devoción con que contaba el inmueble, que anteriormente había sido parroquial, se ordena su reparación y que cuando tenga alguna renta hagan Libro de ella e inventario. Por este libro sabemos que en 1657, Francisco Gómez había donado a nuestra Señora una tiara, que por entonces portaba sobre la frente, además de una heredad de tierra a la ermita. En la visita pastoral realizada en 1.767 por el obispo de Sigüenza al lugar, se da cuenta de una inspección a la ermita, momento en el que se encontraba en buena decencia para el culto. 

Creemos que fue en esa reforma cuando se estrechó la nave, eliminándose la separación de presbiterio y nave, que si bien en el lado sur casi no se percibe, en el lado norte se ve perfectamente cómo se rasuró ese muro y cómo se estrechó la nave construyendo uno nuevo con un fuerte zócalo rematado a bisel en sillería. Muy cerca de la cabecera y al exterior vemos parte de un arco cegado que partía de una imposta de chaflán. Por encima del zócalo vemos cómo los maestros y alarifes reutilizaron muchos sillares, modillones de rollo, dovelas con bocel, sillares, etc., asentados sin orden, lo que da a este muro norte un aspecto desastroso de piedra mal distribuida. Todo el interior estuvo enfoscado.

Por mandato de la Junta de Sanidad de Alentisque, desde junio de 1833, la ermita de la Concepción, por estar en lugar apartado y ventilado, se constituyó interinamente como cementerio hasta que se construyera el nuevo. El nuevo camposanto construido por los maestros alarifes Elías Gimeno y Ángel Martínez, se utilizará por primera vez en noviembre de 1834, si bien hasta 1857 no se generalizan los enterramientos en él. Hasta mediados del siglo XIX, el libro de difuntos nos dice que se oficiaba alguna misa en la ermita de la Concepción, desde entonces la falta de cuidados la llevó a la ruina. Hoy el cementerio está muy cuidado y ordenado con sus panteones unifamiliares,  haciéndose así compañía ruinas y fallecidos. 

Acabamos la mañana visitando la iglesia de San Martín de Tours que nos abre, muy amablemente, el alcalde actual Juan Antonio Peña Frías. El santo, al que está consagrada la iglesia, suele representarse ofreciendo en invierno, desde su caballo, su capa a un mendigo. Sin embargo en el pueblo celebran, el 3 de febrero, la festividad de San Blas, especialista en curar los males de garganta. Se trata de una iglesia tardo gótica del siglo XVI. Conserva la iglesia su solado original con gradas de piedra y baldosas cerámicas. Según leemos en el libro de Carta Cuenta de la parroquial, en 1830 éstas se estructuraban en siete tandas con precios que iban de los 24 reales de vellón en la 1ª hasta los 14 de la 7ª y posteriores. Nos informan de que su retablo mayor fue intercambiado por otro del Monasterio de Huerta, seguramente perdiendo el pueblo en el trato. Aun así posee otro de gran calidad. No fue esta su única pérdida, pues uno de sus cálices desapareció en algún momento sin que haya regresado a su iglesia original, así como alguna estela medieval de la ermita.