¿Cree usted que si en la secretaría general del PSOE estuviesen hoy Felipe González, o Alfredo Pérez Rubalcaba o el propio Zapatero, no se habría tendido ya una mano hacia el Partido Popular? ¿Piensa que si en la presidencia del PP estuviesen ahora Aznar -aquel que hizo el gran pacto en 1996 con los nacionalistas, recuerda usted--, Mariano Rajoy o, no digamos, Alberto Núñez Feijóo, no se hubiesen buscado fórmulas para llegar a un acuerdo que permitiese, con condiciones, la investidura del ganador en las elecciones, Pedro Sánchez, e impidiese la coalición PSOE-Unidas Podemos que tantas cejas está haciendo enarcar? ¿De verdad juzga usted que Aznar, o Núñez Feijóo, o, ya que estamos, Fraga, se iban a acobardar ante un posible crecimiento de Vox 'en la oposición' si llegasen a un pacto de salvación nacional, llámese Gobierno de coalición o acuerdo de legislatura reformista, con los socialistas? No; todos intuyen que el partido de la derecha 'dura' -vamos a llamarlo así-, o sea, Vox, ya ha tocado techo y poco más puede crecer frente a un PP moderado, ejerciendo una oposición constructiva e imponiendo parte de su programa y su talante en un acuerdo con un socialismo dialogante. Casado tiene hechuras de auténtico líder de la oposición, se ha merendado a Ciudadanos y no creo razonable que siga considerando que Vox es un gran rival. Pero ¿está siendo el socialismo dialogante? Sé perfectamente quién es el principal responsable de la irresponsabilidad, valga el juego de palabras, de este acuerdo mal hilvanado y, hasta el momento, peor explicado, entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, un acuerdo no sometido a las respectivas ejecutivas de ambas formaciones y que se trata de legitimar acudiendo al voto de 'las bases'. Unas bases, las socialistas, que no me parece que coincidan milimétricamente con aquellos no militantes que votaron al PSOE, pensando muchos de esos electores que Sánchez cumpliría su palabra de no volver a las andadas con Unidas Podemos. Conozco casos, créame. También creo saber que Sánchez, ante los malos resultados en las elecciones del 10-N, temiendo un nuevo acoso de un sector de su partido, casi como el experimentado allá por octubre de 2016, y con su valido Redondo fuertemente criticado por 'barones' y hasta por relevantes miembros de la Ejecutiva, precipitó su decisión el propio lunes posterior al domingo electoral: llamó a Iglesias, que está siempre encantado de dar nuevamente el salto a la fama y a la moqueta y acordaron anunciar con precipitación y alevosía, y sin preguntas de periodistas ni detalles que aún no habían sido pactados entre ambos, el preacuerdo de gobierno de coalición. El viejo sueño de Iglesias, que obtuvo sus peores resultados ante las urnas, hecho realidad: él, vicepresidente, y sus allegados y allegada, ministros. Moquetas. Ahí es nada. A Pablo Casado tan solo -y nada menos-- puedo reprocharle que está siendo timorato, que se resiste a convertirse en un hombre de Estado tras haber logrado alzarse como un hombre de partido bastante unificado. Ahora, debería escuchar las voces sensatas --la de Núñez Feijóo siempre lo es, lo mismo que la de Fernández Mañueco y las de otros que lo dicen más bajo, además de la portavoz Cayetana Álvarez de Toledo-- que empiezan a proliferar en el PP, que son un clamor en el mundo empresarial y en el bancario, en los medios de comunicación y me parece que en algunos círculos europeos: todos ellos piden que se busque urgentemente un acuerdo, casi cualquier acuerdo, desde la coalición a la 'abstención patriótica', a cambio de algo, o de mucho, con los socialistas. Seguir desoyendo este clamor podría resultar suicida para el futuro político de alguien que, como Casado, creo que está predestinado a ser presidente del Gobierno en fecha quizá no tan lejana como pudiera parecer. Actuar meramente por temor a un auge de Vox es desconfiar del buen sentido de los ciudadanos españoles. Insistir en que 'no queremos hacer a Sánchez presidente del Gobierno' es desconocer una obviedad: ya es presidente del Gobierno y lo seguiría siendo con el apoyo de Podemos, la creo que probable abstención de Esquerra y de otros grupos cuyas prioridades no son, me parece, las que ahora convienen al Reino -sí, Reino- de España. Nuestro país está en las manos de dos políticos condenados a entenderse, el presidente del Gobierno en funciones y el presidente del PP. Y que se entienden, me parece, mucho mejor de lo que Pedro Sánchez lo hace con Pablo Iglesias. No estoy hablando solamente de frenar un Ejecutivo en el que la izquierda se haga con todos los poderes frente a la mitad de España: estoy hablando de no cometer un dislate político que incurre en todas las contradicciones, falsedades y miopías vividas a lo largo de toda la campaña electoral. Y de la anterior y la anterior. Es hora de evitar la gran equivocación. Aunque parezca tarde, creo que aún no lo es. Sánchez, póngase al teléfono, hombre.