A Lola Flores, que el año que acaba de terminar hubiera cumplido 100 años, la conocí una Nochevieja en su casa El Lerele, en Alcobendas. Me llevó Raúl del Pozo que hacía con ella un programa en televisión en la casi recién nacida Antena 3, que dirigía con la ayuda del también periodista y cineasta Javier Rioyo y que se titulaba Sabor a Lolas y en el que reinaba La Faraona.
Fuimos después de cenar y aunque no estuvimos mucho, dos o tres wiskis, para lo que allí se acostumbraba, se me quedó para siempre en la memoria. Aunque, desde luego, me abstuve de dar una palma y estuve muy calladito, en modo búho deslumbrado, que era como estaba.
Lola dirigía todo el escenario de su propia fiesta, acompañada de sus dos hijas, Lolita y Rosario, que me subyugó nada más verla y ya me cautivó del todo cuando su madre la hizo que cantara. Estaba también su hijo, Antonio, que se iría a morir tan solo 14 días después de su madre tan solo unos años después de aquellas navidades, en 1995, y habían hecho bajar al padre El Pescailla, que se había acostado un poco para estar luego más fresco y para que acompañara con la guitarra.
Había por allí muchos gitanos artistas y muchas gitanas guapísimas, todas con medias negras que lucían aún más sus piernas a las que miré con mucho cuidado. Creo que estaban los Chunguitos, dos hermanos, y no sé si también sus hermanas Azúcar Moreno, o a ellas las conocí otra noche, en la plenitud de su belleza y su arte. Lola era gitana y, aunque solo cuarterona por parte de abuela, lo era por los cuatro apartados del corazón y por todos los poros del cuerpo.
La Flores, jerezana y del barrio de San Miguel, hizo de ello su bandera. Que fue la de todo un mundo y a la que se alistaban por verdad o conveniencia todos mientras les vino bien el hacerlo. Ella, más que un símbolo, era toda una raza. Y esto, que no va de biografía, sino más bien de impronta y memoria, es lo que quiero dejar anotado.
En el último cuarto del siglo pasado en el doctrinario progre más estricto había que distinguir entre flamenco, mejor si se decía cante hondo, pronunciado con j, y folclóricas. El cante era del pueblo y en el Jhonny, o sea el colegio Mayor San Juan Evangelista, que era el catalizador de toda la progresía y marcaba las corrientes, se hacían unos festivales donde iban los mejores, que lo eran, Morente, José Mercé, Meneses, Fosforito, que me gustaba mucho y El Lebrijano, con quien hice amistad. Y Camarón, claro. Las flamencas, sin embargo, tenían al principio tacha. Y habían cantado para Franco, como Lola, con lo cual ya estaba todo dicho.
Pero no. Resultó que Manuel Vázquez Montalbán, buque insignia del pensamiento y la literatura de la causa dictaminó, menos mal que de eso nada, que la copla era también del pueblo o más incluso, que bien lo había sufrido el gran Miguel de Molina, encima homosexual el pobre. Total, que ya te podían gustar Ojos Verdes y La Bienpagá sin tener conciencia de culpa. Y Lola Flores, que era seña, pendón y estandarte, porque aunque como dijo un crítico de Nueva York, ni cantaba, ni bailaba pero era imprescindible y no se la podía perder uno. Tenía razón en lo último, en las previas menos, pero sí algo también. Las había mejores en voz y tono, pero ella era única. En el escenario y en la vida.
Un símbolo y por serlo, proclamó ella y pensó mucha gente es por lo que Hacienda fue a por ella. Cierto que había pasado de presentar la declaración de la Renta durante cinco años, pero también por dar en ella el escarmiento y demostrar que Hacienda somos todos, que fue el eslogan y que subyace hoy cuando bajo tal consigna nos achicharran a impuestos. Fue un acontecimiento nacional. El fiscal le pedía 141 millones de pesetas y dos años y medio de cárcel. Primero, fue absuelta por un defecto formal o alguna triquiñuela jurídica, pero el Supremo la condenó, pero a la pena mínima, que no fue poca y hubo de pagar 28 millones. Pero no fue a la cárcel. En aquel juicio es cuando pronunció la famosa frase de que cada español pusiera una peseta para pagar su deuda.
Los progres de los setenta, los ochenta y los noventa, muy diferentes a los de este siglo tan agrios además de ir a los toros nos hicimos del Flamenco. Yo mucho. Pero, claro, busqué más arrimo en los próximos y hasta camaradas. Fueron mis años de gran amistad con Antonio Gades y nocturnidades con su tropa, cuando lo echaron de la dirección del Ballet Nacional, y siguió creando, ya lo había hecho con Bodas de Sangre sus maravillosas coreografías El amor que, en colaboración con Carlos Saura, serían llevadas al cine.
Le fue bien y en la calle conde de Xiquena, de Madrid, entrada al barrio de Chueca, donde yo vivía en una buhardilla, el tenía el café y el restaurante Gades y enfrente se quedó con el Pub Oliver, que me parece que había sido de Fernán Gómez, desde donde partíamos hacia los garitos flamencos madrileños y al que solíamos retornar en ocasiones de amanecida, alguna hasta dormí allí por no subir a la buhardilla por causas de las que no viene al caso dar cuenta. Antonio Gades era un comunista antiguo, de Fidel Castro, y acabaría sus días en Cuba, aunque se vino a morir a Madrid, hizo enviar parte de sus cenizas a La Habana, y era entonces pareja de la extraordinaria Pepa Flores, antes Marisol, que no tenía parentesco alguno ni trato cercano con Lola, a pesar del apellido. Estaba en otra dimensión.
Pero Antonio Gades y La Faraona se tenían mucha ley y aprecio, por espíritu y carácter.
Una noche, más bien una madrugada, con los más allegados de la compañía, que había fundado, llegamos al Garipe, un local donde esperar el alba reponiendo el cuerpo de las copas con algún buen plato de lentejas, y no nos dejaban entrar. Gades no gustaba de decir quien era. Hubo cierto lío y aquello se puso un poco tenso y vino el hijo de Lola, Antonio. A él si le dijo quien era, por si no lo había reconocido, que sí y añadió, «como le diga a Lola que no me has dejado entrar a su local, porque esto como todo en tu casa lo paga ella, te enteras, muchacho». Antonio Flores se echó a reír, nos hizo pasar y nos invitó a lentejas.
Cuando se murió Lola Flores, aunque no nos dimos cuenta, se murió una época entera.
No solo la de las folclóricas.