Nos dicen, apoyando sus gélidas manos en nuestros hombros y echándonos sus asquerosos alientos a la cara, que no es para tanto. Que lo dejemos correr. Que, en el fondo, hay muchas perspectivas. Que es algo más complejo. Que hay muchos matices. Que ésto siempre ha sido una cosa de dos. Que pasó hace mucho. Que lo mejor es hacer borrón y cuenta nueva. Que no merece la pena echar la vista atrás. Nos dicen a los jóvenes, mientras con sus manos machadas nos retuercen la cabeza, que es mejor mirar para otro lado. Que, bueno, algo habrían hecho. Que es lo que tiene ir provocando. Que, incluso, era necesario. Nos arrancan, a los jóvenes, las páginas de los libros de Historia donde se hace una mínima referencia al asunto. No vaya a ser que nos enteremos de algo. Con esos ojos de culpables, nos miran a los jóvenes, nos mienten a la cara. Nos infravaloran y nos humillan. Será la falsa potestad que da dejar de lado las culatas y las capuchas. Ahora, el atril hace de parapeto. Porque a cuerpo limpio nunca ni bajo ningún concepto. Nos dicen todo eso con la cruel, egoísta y delictiva esperanza de que los charcos de sangre se diluyan de camino al sumidero. Siempre han tenido esa voluntad, pero jamás habían encontrado a nadie que les diera la manguera a presión. Hasta ahora. Pero por mucho que se nos acerquen, nos agarren del hombro y, en lengua cooficial con pinganillo, nos cuenten su relato, son culpables. Y saben que los sabemos. Porque todos nos hemos cruzado con una Paula. En mi caso, una Paula extraordinaria. Gran periodista, mejor compañera. Siempre risueña y generosa. Culta, leída y humilde, como implica esa condición. Un día en la redacción, vi cómo a Paula se le resquebrajó, otra vez, algo por dentro cuando confirmamos en el periódico que, efectivamente, Bildu se había atrevido a su enésima ignominia incluyendo a condenados por terrorismo en sus candidaturas. Ese día, Paula, que nació ya víctima, tuvo que soportar la milésima bofetada en la otra mejilla, bastante colorada por la connivencia entre Gobierno y abertzales.
Paula jamás fue de paseo con su abuelo Jesús. Él nunca le pudo leer un cuento, llevarle al colegio o ir a buscarle un viernes de primavera. Jesús no fue a la graduación de su nieta Paula. Nunca le preparó la merienda. Jesús se ha perdido las últimas 44 Navidades porque el 10 de enero de 1980 salió de casa pero no volvió. Después de dejar a dos de sus cuatro hijas en colegio de las Ursulinas de Vitoria, Jesús se encaminó hacia su despacho en la Diputación. En rojo, se detuvo ante el semáforo de la calle Ramiro de Maeztu. De un taxi bajaron dos encapuchados. Sin mediar palabra, uno de ellos disparó varias veces contra el vehículo del comandante Jesús Velasco, hiriéndolo de muerte. Pese a la actual subasta de un Ejecutivo dispuesto a todo bajo los hilos del titiritero Puigdemont, fue algo muy parecido al terrorismo. Creo.