Es este un país acostumbrado, como deporte nacional, a bajar de pedestal a los que momentos antes se ha encumbrado tal vez en un ejercicio de sobrevaloración exagerada. Allá donde no existe la mesura y viramos del blanco al negro sin conocer la moderación que se esconde en la escala de grises es previsible que movimientos de diversa índole pasen de contar con el masivo beneplácito social a ser vistos como molestos y ser situados en la diana. Es tocar techo y empezar a caer en desgracia y, dicho de otra manera, lo difícil no es llegar sino mantenerse. La horda de detractores, que vivían ocultos, están al acecho para alzar la mano cuando haya un grupo suficientemente numeroso que les permita expresarse, confundiéndose en la masa y sin perder ese anonimato que tan bravucona a la gente.
Morir de éxito es uno de los grandes riesgos de todo fenómeno y un año más el 8-M vive su particular reválida. Después de un año 2018 que supuso un antes y un después, al rebufo del #MeToo, en las reivindicaciones sociales en favor de la igualdad. La marea violeta tomó las calles de grandes ciudades y también de medianos y pequeños pueblos. El 8 de marzo se erige en un excelente termómetro para calibrar el estado de salud de un movimiento que, como todo lo que asoma la cabeza y llega a molestar se encuentra amenazado. Como día, para remover conciencias y ganar apoyos está bien, pero la lucha feminista por la igualdad ha de estar patente a lo largo de los 365 días del año. Esa es la principal dificultad, ser consecuente y permanecer en primera línea más allá del tiempo que dura una manifestación colorista pero que corre riesgo de convertirse en parte del folclore nacional. Que las formas no eclipsen el fondo y que la lucha, vigente, no se agote detrás del lema de una pancarta. Con el tiempo, la pelea feminista ha crecido y ha conseguido ganar sus pequeñas batallas, en liza contra el poder machista fruto de una sociedad eminentemente patriarcal. No es menos cierto que ningún cambio social llega llamando a la puerta sino más bien derribando muros y con grandes dosis de provocación, pisando callos, tal como hacen los que desde la acera de enfrente alertan de la dictadura feminista, un mensaje que me temo, como lluvia fina, va calando. Estoy seguro de que hay mujeres que abrazaron la pancarta del 8M y ahora cuestionan el fenómeno, cuando no han desertado por, entre otras causas, la exigencia intelectual y moral de un movimiento por momentos enredado en teorías y disputas formales que superan al ciudadano medio que es donde reside, o debería, el grueso del apoyo de la lucha feminista.
Tras tocar techo en las manifestaciones de hace dos años y seguir logrando avances desde entonces, tal vez menos que lo que presagiaban el respaldo masivo en las calles, el feminismo afronta varios retos alguno de orden interno. Uno principal es el comunicativo: tan vital es trazar bien los objetivos y metas y medios para conseguirlos como saber comunicarlos. Y pasa por elegir también a los líderes de un movimiento propicio para postureos varios y cantos al sol. Nada como institucionalizar la lucha, caso del Ministerio de Igualdad, para que esta quedé difuminada en los pasillos del Congreso. Hay riesgo de instrumentalización política y que aquellos que desde la calle abanderaron la batalla feminista se conviertan desde el escaño en su caballo de Troya.
Otro de los retos del feminismo es ampliar su capacidad para tejer alianzas y aunar sensibilidades, de pisar más la calle y de afianzar alianzas, de tender la mano, de agradecer esfuerzos y no tanto de reprochar errores. Y también de desterrar esa idea que, seguramente errónea, de que el hombre es el enemigo a batir cuando el enemigo, el que mata mujeres, es el machismo. Se propaga de forma creciente la idea de que el feminismo hace uso de aquello que quiere combatir. Un riesgo, la antipatía creciente que destila un movimiento con una importante carga teórica, que debiera preocuparse tanto por sumar efectivos como por reprochar las conductas de los que no se ajustan al pie de la letra a sus requerimientos. Es momento de hacer autocrítica de valorar lo conseguido y de seguir derribando las estructuras del patriarcado que amenazan con continuar perpetuando injusticias como el freno al acceso de la mujer a puestos de responsabilidad, la brecha salarial, el dichoso paternalismo protector y, como no, la violencia de género. Retos que se consiguen desde la educación, desde la unidad y no tanto desde la confrontación. Acabó con el recuerdo de la antropóloga Rita Segato, una de las voces autorizadas del feminismo argentino, de las palabras de un policía salvadoreño que mostró su deseo de que «la mujer del futuro no sea el hombre que estamos dejando atrás.