Historias Mínimas: Viandante

S. Gómez / J.A.Díaz
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El viandante es casi un hijo mestizo, cuyos progenitores participan del viaje (en el sentido más lento y clásico del término) y de esa condición moderna, más urgente, que le confiere su herencia urbanita: la de ser peatón

Historias Mínimas: Viandante

Me gusta la palabra viandante. En ella hay jirones de ciudad y caminos, espacios donde lo urbano se vuelve campo y viceversa, como una encrucijada en la que el pueblo se asoma al asfalto sin temor a sus diferencias y abismos. Y al revés. Puede que se deba a que es ahí, en esa anatomía de cruce en la que lo híbrido no provoca espanto, donde más me reconozco. O quizá, simplemente, porque esa cartografía de frontera como puente (y no como escisión) sea la esperanza que devuelva al ser humano el derecho a un mundo amplio y sin límites. El viandante es casi un hijo mestizo, cuyos progenitores participan del viaje (en el sentido más lento y clásico del término) y de esa condición moderna, más urgente, que le confiere su herencia urbanita: la de ser peatón. Un viandante es, además, alguien con y sin (des)arraigo, pues el viaje a pie no es sino un modo de ir trasladándose como la hiedra: de raíces adventicias y vocación adaptativa, ella se extiende y trepa y echa flores sobre los suelos, las rocas y las vallas, como si radicar fuera un modo de no erradicarse sin enraizar. Me gusta, además, por lo que tiene de vagabundeo lento y tentación divagante: un dejarse ir por entre los sembrados y los prados, asoleándose al amanecer entre la hierba mojada y el olor a trigo; un perder el tiempo con los ojos guiñados frente a las farolas y los semáforos, deslizándose por entre la prisa de los otros como si se viviera entre paréntesis. Y detenerse. Ante el rebaño, la garza y el río. Entre las voces, las aceras y el tráfico. Tras el aliento de la mañana helada y el vaho sobre la tarde de los escaparates. 

Es delante de ellos, frontera transparente para la quietud de los maniquíes, puente entre el afuera y el adentro, donde imagino a este viandante y sus sinquehaceres: una lentitud que parece titubear entre la urgencia y cuyo único, testarudo esfuerzo, es el de pasar su tiempo dejando vagar la mirada por el otro lado. Me pregunto si no será ese el doble destino del fotógrafo. Indagar en el movimiento y detenerlo. Averiguar el quietismo e imprimirle forma y ritmo. Una voz única, diferente y modulada del silencio.  Por eso, intuyo, le gustan los escaparates. Porque se permite el tiempo de mirar, sin más empeño que una imagen que llevarse a su vagabundeo de viandante voyeur. Solo así, adivino, hay posibilidad de hacernos mirar. De destaparnos lo estático para convertirlo en estético. De señalarnos, con su ojo, los ojos de los otros, de devolvernos su fragilidad como si fuera la nuestra, y vincularnos así al mundo, hacerse puente. Y ya, de paso, nos anota en el pie de la mirada los ojos de los maniquíes, sus cabezas idénticas y repetidas que lanzan vistazos asimétricos (no sé si fue causalidad o fruto de algún dependiente díscolo y rebelde, poco amigo de la medida y la geométrica) en direcciones sin mesurar. Y me detengo, porque su ojo me indica que lo haga y me convierte en viandante y vagabunda de imágenes. Y caigo en la cuenta de que hay gorros y cosas que abrigan y otros que tapan los ojos, como si esto fuera nuevo en el mundo de los objetos y las intenciones. Y me pregunto cómo el fotógrafo-viandante observa, cae en la cuenta, se detiene, me invita a mirar lo que ve, me hace peatona, vagabunda, viandante, voyeur, diletante divagante por entre los fotogramas y los escaparates y las fronteras y la mirada. Es entonces que me entrtengo, asoleada por los guiños de la ciudad y el olor a asfalto mojado, parada sobre las aceras de los sembrados y los atardeceres en ámbar. Como hiedra adventicia, hija híbrida, viajera de pueblo y urbanita. Quieta… Entonces me visto despacio. Sobre la cabeza, un gorro que me deje ver. Tengo prisa por vagabundear: a paso lento. Viandando, que es mestizo.