No es de extrañar que hasta los funcionarios del Congreso de los Diputados echen de menos el nivel dialéctico de la legislatura constituyente y etapas como la presidida por el jurista Gregorio Peces Barba. Lo que se ve a través de la pantalla de televisión y se escucha en la radio es, como diría Santiago Carrillo, una jaula de grillos. Y creo no discernir mucho del sentir de una gran parte de la opinión pública de este país, que asiste atónita a un fuego cruzado entre los dos partidos mayoritarios y, de algún modo, llamados a ejercer las tareas de gobierno contra viento y marea. Las descalificaciones entre ambos bandos y los reproches y acusaciones personales han sobrepasado esta semana las mínimas normas de decoro. Supongo que nadie, ni mucho menos quien suscribe, pretende restar un ápice a la profundidad de los argumentos expuestos, ni siquiera a la socarronería que arropa no pocas intervenciones en la Cámara Baja. Todo lo contrario. La cuestión no es precisamente la de bajar el tono dialéctico entre partidos, sino la tristeza que suscita la ruin exposición del legítimo ideario político y la incapacidad intelectual de algunas de sus señorías, algo que se observa por igual en el Senado, otra jaula de grillos en los últimos tiempos.
Pero es cierto. Más allá de las formas, lo realmente sustancial es el fondo de lo que monopoliza las sesiones en el hemiciclo y en las diferentes comisiones parlamentarias, por las que, ojo, todos sus participantes perciben dietas y pagos suculentos procedentes del erario público. Lo que allí se discute no es cómo le va a usted o a mí; ¡ojalá! Ni siquiera qué medidas hay que adoptar con urgencia para mejorar el constreñido mercado laboral para los jóvenes, el incierto futuro de las pensiones o la incipiente pérdida del prestigio del sistema sanitario. ¡Qué va! Lo que sube los decibelios en el Congreso es la batalla por ver quien gana el 'Óscar de la dorrupción'. En síntesis, echar mano de esa atávica y deleznable práctica que, a las pruebas nos remitimos, rodea a todo el espectro político, tan coincidente en grado y alcance en muchas ocasiones.
Sí de verdad hay voluntad por erradicar estos indignos comportamientos entre quienes asumen responsabilidades públicas y anular otras corruptelas que son el pan de cada día y que juntas sumarían millones y millones de euros, por qué no se elevan a categoría de ley medidas y cortafuegos que la propia Constitución y el sentido común capacitan. Desde la aprobación de un estatuto del cargo institucional hasta las pautas para acceder a un órgano político. Porque la única criba que hay es el compadreo, el clientelismo y la innegable adoración al jefe. ¿Dónde está realmente la vara de medir? ¿Cómo entender que grandes volúmenes de presupuestos de la Administración se pongan en manos de sujetos cuya mayor vocación de servicio público es el poder y, peor aún, el enriquecimiento ilícito? ¿Usted entiende algo de esto? Yo no, desde luego.
Hay cosas que no sólo los funcionarios de la Cámara Baja echan de menos, sino muchos ciudadanos de este país, como son la integridad de la clase dirigente, la preparación de responsables públicos, la confianza en nuestros representantes y la mínima decencia exigida a cualquier persona que se vista por los pies.
En fin. Lamentablemente, la sociedad va por un lado y la jaula de grillos, por otro.