Los políticos actuales se están acostumbrando a vivir sin responder a la pregunta más importante: por qué y para qué ejercen su actividad. Viven de sensaciones superficiales, tanto hacia adentro como exacerbando las emociones de sus potenciales votantes, desarrollando así sólo una apariencia de política. Y, posiblemente, esta desnaturalización y trivialización de la política está en la raíz de la desafección de muchos ciudadanos y en el necrosamiento de las instituciones.
En su pequeño libro "El arte de tener razón", Arthur Schopenhauer, ofreció hace casi doscientos años hasta 38 estratagemas para convencer, engañar, distraer o confundir. Parece como si los políticos españoles de hoy se hubieran aprendido exclusivamente este argumentario y lo aplicaran con fervor. La primera estratagema es "desarrollar excesivamente la argumentación del oponente, interpretarla del modo más general posible, tomarla en el sentido más amplio posible y exagerarla. Concretar, por el contrario, el propio aserto con suma concisión y delimitarlo lo más posible pues cuanto más general resulte una afirmación a más ataques se expone". Descalificar al contrario con generalidades es una estratagema fácil que los votantes convencidos compran sin rubor.
El grito de "Begoña, Begoña, Begoña", aclamado por los fieles en los mítines del Partido Socialista, se contrapone a la transparencia y evita una rueda de prensa en la que esposa del presidente del Gobierno explique, aclare o desmienta sus relaciones empresariales y los supuestos favores a sus amistades. O una comparecencia del presidente en el Parlamento, aclarando su papel. Frente a la ya muy larga lista de acciones poco o nada estéticas y dudosamente éticas, el "no hay nada, sólo fango" es una manera de limitar el fuego enemigo y enlodar al contrario, siguiendo al pie de la letra a Schopenhauer. Hay otras muchas estratagemas: esconder el juego, probar con falsas premisas, postular lo que no ha sido probado, responder a las preguntas con acusaciones al contrario, generalizar antes que entrar en el detalle concreto, molestar al adversario, cantar victoria pese a la derrota- esto en un día postelectoral lo practican todos los partidos-, no dejar que sea el adversario el que concluya el debate, desconcertar al adversario con insultos o palabras fuera de lugar… Casi todo está inventado y, lamentablemente, casi todos hacen lo mismo. Unos más que otros, eso sí.
Tal vez sería oportuno poner un examen, como el del carné de conducir, para acceder a la política y, luego, crear un carné por puntos para los aprobados. No pretendo que fuera exigente, sólo de mínimos. El que no aprobara, a casa. Y ya nos habríamos quitado a bastantes. Los que aprobaran perderían un punto por cada mentira en que les pillara un organismo independiente. Si es en un mitin, un punto, si fuera en el Parlamento, dos y si en una rueda de prensa del Consejo de Ministros, tres. Tres puntos a los redactores de una ley que, un año después de su aprobación, se demuestre que ha tenido efectos nocivos o que no ha servido para nada -hay muchas, no sólo la del "sólo sí es sí"-. Uno a todos los que hubieran votado a favor ese texto legislativo. Cinco a los malos gestores, con un plus por haber gastado más de lo que podían o por haber gastado menos de lo comprometido. Etcétera. Podríamos hacer una larga lista y poner un tope alto para no acabar enseguida con todos los políticos profesionales. El único problema es que todos querrían elegir por cuota a los miembros de ese organismo "independiente" encargado de juzgarlos. Y en lugar de solucionar un problema, habríamos creado otro. Como hacen cada día los políticos.