Grecia y el Reino Unido son dos países aliados, ambos miembros de la OTAN, amicales socios comerciales, vitales el uno para el otro en temas de seguridad en el Mediterráneo y control de la inmigración, con lazos históricos y hasta dinásticos (el difundo duque de Edimburgo era príncipe de Grecia), y sin embargo su buena relación sangra desde hace doscientos años por una poderosa herida. En el año 1811, cuando Grecia era todavía posesión del Imperio otomano, el embajador británico lord Elgin expolió la acrópolis de Atenas llevándose los preciados mármoles del Partenón, que desde 1816 alberga el Museo Británico. 35 bellísimas esculturas de bulto redondo pertenecientes al inimitable clasicismo de Fidias y más de 70 metros de friso con altorrelieves; un tesoro escultórico como pocos existen en el mundo, convertido desde entonces en joya de la corona del patrimonio artístico británico y motivo de humillación nacional para los helenos. No es para menos.
En múltiples ocasiones desde su independencia de los otomanos en 1830, el Estado griego (tanto en su forma monárquica como republicana) ha solicitado en balde a su aliado la devolución de lo que considera parte indivisible de su histórico patrimonio. El Reino Unido, que cedió, casi como limosna, unos pocos metros de friso en 1846 para jamás volver a tocar el asunto, argumenta que los mármoles fueron adquiridos de forma legal a comienzos del siglo diecinueve por su embajador, Elgin, y que las reivindicaciones de Grecia no están fundamentadas ni en lo jurídico ni en lo moral. Atenas, por el contrario, tiene a Elgin por ladrón. Su historia es cuanto menos fascinante. Thomas Bruce, VII conde de Elgin, era como todos los caballeros de su época dignos de tal nombre acérrimo amante de los clásicos y estudioso empedernido de la historia, el idioma y la literatura de la Grecia antigua. Y como todos los caballeros de su época con gustos tales y un puesto diplomático en el Oriente otomano, no dudó en utilizar su influencia para recabar antigüedades (en este caso, una de las más bellas de la historia humana) y llevarlas a Londres. Cuando en 1816 un arruinado Elgin vendió las piezas al Estado británico, argumentó que las había extraído con consentimiento de las autoridades otomanas y esgrimió haber tenido en su poder un firmán (permiso rubricado por el sultán otomano) autorizándolo a ello. Desgraciadamente, dijo, el documento se había perdido en un incendio. El Parlamento británico autorizó la compra de las piezas tras dar por buena su historia, cosa que nunca hicieron los griegos. Desde su independencia, los helenos acusaron a Elgin de connivente con el régimen opresor otomano y destaparon la serie de mentiras y sobornos con los que el conde había convencido a sus bienpensados compatriotas. Ni Elgin había contado con permiso del sultán (la copia del supuesto documento nunca se encontró en los archivos otomanos) ni las autoridades otomanas que en teoría habían sancionado la salida de los mármoles estaban jurídicamente capacitadas para ello. Doscientos años más tarde, en Londres todavía se aferran a la buena fe de Elgin mientras que desde Atenas se maniobra para que el gobierno laborista de Keir Starmer, quizás algo menos rehén de la nostalgia imperial británica que sus predecesores conservadores, se avenga un pacto que permita el regreso, si acaso parcial o en exposición temporal, de los mármoles.
No faltan en el Reino Unido quienes piensan que la devolución de los mármoles es equivalente a una histórica humillación. Enemigos del revisionismo histórico, celosos guardianes de la gloria perdida, ya ejercían suficiente presión sobre los conservadores como para que saltara por los aires una reunión entre el premier Rishi Sunak y su homologo heleno en 2023 a raíz del tema. Los partidarios de la doctrina Elgin, por llamarla de alguna forma, defienden que el embajador salvó los mármoles de una destrucción más que segura a manos de los otomanos y que después de doscientos años en Londres éstos son parte indisociable del patrimonio británico. Es cierto que cuando Elgin llegó a Atenas algunas de las piezas del Partenón estaban siendo usadas como material de construcción, pero no es menos cierto que el Imperio otomano velaba con celo por las antigüedades y respetaba la belleza clásica. Lo que de ninguna manera es discutible es que los mármoles del Partenón contienen la esencia del arte y la historia griega y que mantener las esculturas y el templo separados es tan obsceno como lo sería que Las Meninas estuviera fuera de España. Obras tan significadas, tan inalienablemente ligadas a la cultura de una nación deben estar en su país de origen. En la prensa británica corre el rumor soterrado de que es posible un acuerdo entre el Museo Británico y el de la Acrópolis para la devolución (quizá temporal) de las piezas. Puede que en los próximos meses veamos hecha historia.
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