Rompimos el silencio de la helada madrugada con nuestro andar ligero. Por los soportales de Especería y Vicente Moliner, camino Fuente Dorada, los pasos reverberaban como, unas horas antes, lo habían hecho las guitarras y las baterías de todos los grupos que completaban el cartel del festival. Volver a Valladolid siempre es volver a casa porque todo sigue igual, en su sitio y con su intacta dignidad sempiterna. Mientras en la Feria de Muestras sonaban los grupos más actuales, fuera esperaban los siglos, el lechazo asado en horno de leña, el alma de Delibes, los ajustes de cuentas de Cervantes y un esquivo don Juan, perseguido por el implacable romanticismo de Zorrilla. El contraste era absoluto. Los Planetas hicieron tronar sus guitarras, ya casi entrada la media noche, en el oscuro ritual que implica siempre 'La Caja del Diablo' mientras las caballerizas de la ciudad se volvieron a abrir, de par en par, una madrugada más. Porque con cada ocaso vallisoletano, austero y bello -algo compatible-, el calendario se pone a cero. La Corte se erige monumental, como antaño, en forma de torre de catedral infinita. Por sus soportales, avanzamos con la satisfacción de haber disfrutado de la música en directo, con la paz de haber sido ajenos a los escándalos, siempre mediocres, que pueblan nuestros días y con la invisible compañía del peso de la Historia. La ciega escolta de caballeros, damiselas, del pueblo de 'El Hereje'. Las modificaciones urbanísticas de Óscar Puente colapsaron el tráfico rodado de la ciudad. No recordaba uno que hubiera tanto tráfico místico durante la madrugada. De vuelta al hotel, como decía, solo se escuchaba el frío y nuestro zapateo contra las piedras. Al fin, un soriano afincado en Madrid volvía a las noches de adolescencia, de poco tránsito humano, pero sí literario. Porque quién no se ha cruzado con un destemplado Bécquer, de abrigo roído y nariz cereza. Durante el gélido paseo volvimos a los Escolapios, a los sábados de Blackberry y geles antiacné. De manos criogenizadas en el alto de la Dehesa -cuando aún se podía estar allí-, de tunas desafinadas y madrugadas destempladas. Ya en la habitación, encargando la recena y entrando en calor, pusimos la tele, pero con una condición: esquivar los canales generalistas. El objetivo era prolongar el hechizo unas horas más. Apareció 'El Grinch', cuyo afán por robar la Navidad no era fruto de la maldad, sino de la soledad. Por ello, todos los vecinos del pueblo le terminan invitando a cenar. Un villano menos. Cenemos con Pedro.
Al día siguiente, contra todo pronóstico, el AVE nos recogió puntual para devolvernos a Madrid y a la realidad. Durante el trayecto, la magia se disipó. Ni damas, ni caballeros, ni lechazo, ni festival. Fiscales, notarios, corrupción; Lobatos, Aldamas; Broncanos y Motos. Las notificaciones no paraban. Las conversaciones en la misma dirección avanzaban. Traté de coger aire mirando por la ventanilla. Un verdísimo prado segoviano. El sol, ya de despedida. Su tenue sombra reflejaba en la pared del tren el rótulo 'de emergencia'. Debimos haber cogido aquella salida.