Estábamos los españoles encantados de que nos llamaran 'los alemanes del sur'. Pensábamos que el país funcionaba: las ciudades despobladas tenían ya plena cobertura digital y una gastronomía incomparable, los trenes llegaban a su hora, espléndidas carreteras, fuimos modélicos en la vacunación del Covid -que, al final, affaires de mascarillas al margen, no se gestionó tan mal-... Un país alegre, algo jaranero, pero trabajador y cumplidor. Y, claro, quién iba a pensar en que una dana fatal nos pondría, con un centenar de muertos, en una tesitura casi tercermundista: ¿de veras todo ha funcionado tan mal como dicen los nacional-pesimistas?. ¿Será todo esto un síntoma de que España, país en el que es posible obtener una cátedra sin ser siquiera licenciado, fiscal general estando imputado por el Tribunal Supremo, presidente del Gobierno habiendo perdido las elecciones o autor de 'best sellers' sin casi saber escribir -conozco varios ejemplos, créame--, será, decía, un síntoma de que esta nación nuestra está dejando de funcionar? Conste que me repugna este peloteo de culpas cuando la tragedia hace que los cadáveres están casi calientes: que si ha fallado tal o cual organismo en el Gobierno central, tal o cual prevención en el autonómico, que si se han cometido tantos despropósitos en los gobiernos locales. La verdad es que nadie tiene la culpa, excepto ese cambio climático que algunos no aceptan, y la propia imprevisión secular que nos corroe, de que una riada criminal haya barrido tantas vidas, tantas haciendas, tantísimas esperanzas.
Y, al tiempo, la culpa la tenemos todos: ¿cómo es posible que se siga construyendo en las ramblas, con edificios inadecuados, en zonas que, como Levante, son víctimas de riadas casi anualmente, aunque nunca como esta vez? ¿Cómo puede ser que un gabinete de crisis tarde tantas horas en constituirse? Y más: ¿cabe en cabeza humana el debate parlamentario sobre la renovación de los órganos de RTVE -y qué renovación, Dios mío- en un día en el que el recuento de muertos ascendía de diez en diez cada cuarto de hora, hasta llegar a los casi cien, hasta ahora?
Claro, mezclo unas cosas con otras porque todas están relacionadas: las tardanzas en protección civil y la falta de cariño hacia las víctimas mostrada por nuestro Parlamento -o por parte de él, para ser exactos: la parte izquierda del hemiciclo, contemplada desde la presidencia--; o las demoras en pedir precauciones a la población y el interés puesto exclusivamente en asegurarse el poder. De la misma manera que la orden dictada por un juez para que la guardia civil registre la Fiscalía General del Estado no puede desligarse de la marcha irregular de ese Estado, en el que fallan la división de poderes, la seguridad jurídica y la claridad para con los gobernados. La falta de moralidad política no provoca los desastres naturales, pero contribuye a agravarlos.
Y, sobre todo, cuando un país va dejando de funcionar es porque quien lo gobierna está interesado, o distraído, con otras cosas. Siempre relacionadas, claro, con ese acaparamiento del poder, que hace que el grupo dominante ocupe cada vez más parcelas institucionales, ceda cada vez más influencia a las exigencias de los amigos (o socios, aunque no sean tan amigos) y escatime presencia a los enemigos (porque la oposición, o los simplemente críticos, se han convertido en enemigos).
Así, poco a poco los inmigrantes llegan más desordenadamente, los trenes se retrasan sin control (eso, en el mejor de los casos), las infraestructuras se agrietan, la planificación se convierte en caos. Y una riada es el apocalipsis. Creo que haríamos mal, y me refiero al Gobierno, o a los gobiernos, a las oposiciones, a la ciudadanía que debería estar constituida en sociedad civil, si no nos parásemos a reflexionar ante una tragedia que ha conmovido, espero, nuestros corazones y lleva a nuestros cerebros a pensar que algo está aquí marchando regular, por decir lo menos.
Pues claro que España es un gran país, atractivo, destino de docenas de millones de visitantes, con muchas cualidades privilegiadas y en el que las grandes cifras económicas no van mal, aunque cosa diferente sea su distribución. Un gran país lleno de gentes laboriosas, competentes, capaces de sobrellevar el sufrimiento hasta límites indecibles y de soportar, también hasta límites indeseables, que quienes se arrogan su representación las tomen por tontas: la mentira, las 'operaciones de camuflaje e imagen' están a la orden del día. Sí, es este un país ejemplar que, sin embargo, no tiene leyes adecuadas para defenderlo, comenzando por una Constitución que se incumple sistemáticamente y que no queda otro remedio que reformar ya; pero ¿quién le pone el cascabel a ese gato?.
La frase que más estoy escuchando estos días, y que hace unas horas repetíamos espontáneamente varios tertulianos radiofónicos es: 'pero ¿qué más tiene que pasar para que aquí alguien empiece a cambiar pautas de conducta y se dé cuenta de que este afán de pervivencia en la alfombra roja de la política acabará destrozándole y, por cierto, destrozándonos a todos?'. Pues nada: toca repetir una vez más esa ya manida pregunta, a la que nadie responde.