El surrealismo es mucho más que sus orígenes parisinos de hace casi un siglo, cuando Andrè Breton publicó en 1924 el Manifiesto Surrealista, un manual que indagaba en lo más profundo del ser humano -al más puro estilo freudiano- para que el artista crease libre, sin ataduras y sin ningún tipo de tendencia predeterminada.
El concepto del arte por el arte y el intento de dar rienda suelta al subconsciente sobre el papel escrito o sobre el lienzo fueron el germen de un movimiento que no solo traspasó fronteras, sino también el tiempo en sí mismo.
Por eso, el surrealismo acabó siendo un flujo continuo de ideas y de obras que cautivó al mundo más allá de sus fundadores y precursores, genios de la talla de Masson, Miró, Klee, Ernst, Tanguy, Magritte o Dalí, y ofreció nuevas estrellas procedentes de otras épocas y latitudes.
Al igual que sucedió con otras corrientes pictóricas, este movimiento de principios del siglo XX vino para quedarse y ese afán de representar lo irreal y lo onírico sigue estando muy presente en las exposiciones de los actuales museos contemporáneos.
Desde El Cairo a Praga o desde Belgrado a Ciudad de México, el surrealismo es una tendencia que ha sobrepasado fronteras y que se ha extendido por todo el mundo de la mano de creadores revolucionarios que han pretendido tender puentes con los sueños y la imaginación.
Esa es precisamente la premisa de Surrealism: Beyond Borders, una muestra de la Tate Modern de Londres -podrá visitarse hasta el próximo 29 de agosto- que explora por primera vez la idea de un movimiento surrealista más allá de la Europa de principios del siglo XX y que se adentra en aquellos autores que luchan contra las convenciones, el poder establecido y los prejuicios sociales en la última etapa de la centuria. Son los nuevos surrealistas, unos autores menos conocidos que también querían plasmar su rebeldía y su concepto de belleza sobre el lienzo blanco.
Al igual que sucediese en los orígenes del surrealismo, un tiempo dominado por el período de entreguerras, en donde el estrés posbélico y las ganas de hacer cosas se colaba por todas las esquinas de la cultura posmoderna, los nuevos gurús del arte de la segunda mitad del siglo buscaban también alzarse con la representación pura de la creación a través de un marco sin leyes repleto de imaginación y libertad.
Hay obras inconfundibles de la corriente primigenia, piezas únicas que confieren a ese movimiento una sensación especial, como el que impregnaba Dalí en su famoso teléfono con auricular de langosta, o el tren atravesando una chimenea de René Magritte, o el homenaje al Mayo del 68 de Joan Miró o incluso Las tres bailarinas de Pablo Picasso. Son piezas excelsas que muestran cuáles son los límites y las formas de este movimiento nacido con Breton.
Pero el surrealismo es mucho más que su primera creación, también es aquella que se expresa hasta los años 70 del pasado siglo a través de autores muchas veces desconocidos y arrinconados en lugares tan dispares como la República Dominicana, Cuba, Colombia, Serbia o Egipto.
Lejos de Europa
Precisamente, la muestra londinense de la Tate Modern ahonda en esa vertiente de descubrir piezas surrealistas que están fuera de la tendencia clásica y «en línea con la corriente de la Historia del arte actual, de ir más allá del canon occidental de América del Norte y Europa» y ofrecer perspectivas más abiertas e internacionales, señala la directora del museo a orillas del Támesis, Frances Morris.
«París fue la chispa del surrealismo a principios de la década de 1920, pero luego hubo conflagraciones en todo el mundo, desde el lejano Oriente hasta América Latina. La idea de esta exposición es observar la evolución de la red surrealista a través del tiempo», explica.
Los frutos de aquel Manifiesto Surrealista de André Breton a lo largo de las décadas son prolijos e intensos por todo el planeta, desde poesía o fotografía a pintura, cine o escultura. Se trata de un sinfín de obras que van de lo ingenioso a lo conmovedor o siniestro, a menudo condenando lacras como el fascismo, el racismo, la xenofobia o el colonialismo.
«Lo que las une es una sensación de liberación y de empujar los límites de la convención, ya sean políticos o culturales», declara Morris.
Un papel destacado se observa en los creadores latinoamericanos y también en los exiliados españoles de la Guerra Civil, entre ellos el republicano trotskista Eugenio Granell, que a su paso por la República Dominicana, Guatemala y Puerto Rico encabezó una corriente libertaria junto a colegas como Carlos Mérida y Luis Cardoza y Aragón.
Entre las obras apenas vistas en público figuran las sensuales fotos de Cecilia Porras y Enrique Grau, que desafiaron el conservadurismo social de la Colombia de los pasados años 50, así como tres lienzos de la española Remedios Varo, que formó parte de la comunidad artística mexicana forjada en gran medida por mujeres, de María Izquierdo a Frida Kahlo.
«Varo estuvo en el centro de esta poderosa confluencia de surrealismo y feminismo», observa Morris. Su trío de óleos «es una exploración del catolicismo y de la fantasía de la sexualidad y la arquitectura, con una extraordinaria apariencia onírica», señala.
Otra de las obras centrales de esta etapa es Long Distance 1976-2005, un proyecto del artista nómada estadounidense Ted Joans, en el que 132 artistas completaron durante tres décadas un dibujo en más de nueve metros de papel. Se trata de una obra en proceso en el que intervinieron un número indeterminado de creadores.
Así, en los sueños de los surrealistas puede haber una maravillosa oscilación entre cosas hipnóticas increíblemente hermosas y otras que realmente perturban. Una dualidad difícil de superar.