80 años después del horror

Raúl Velasco (SPC)
-

Europa conmemora las ocho décadas de la liberación del campo de concentración de Auschwitz por parte de las tropas soviéticas, el episodio más atroz de la humanidad que segó la vida de más de un millón de judíos

80 años después del horror - Foto: Kacper Pempel

Esta semana en los cines de España se estrenó The Brutalist, una cinta de 215 minutos que en su primera parte aborda la huida de un arquitecto judío del horror del Holocausto. Una película muy larga en términos cinematográficos, pero nada comparado con los 80 años que ya han transcurrido desde la liberación de Auschwitz, el campo de concentración más conocido y epítome de la brutal represión llevada a cabo por la Alemania nazi de Hitler contra una minoría étnica por el mero hecho de no ser como ellos.

En el filme, Adrien Brody se mete en la piel de László Tóth, uno de los supervivientes del, probablemente, episodio más negro llevado a cabo por la humanidad. Este arquitecto pudo escapar del infierno para después rehacer su vida, una suerte que no corrió el más de millón de personas -el 90 por ciento judías- que murieron entre las paredes de Auschwitz desde 1940, un campamento que no fue liberado hasta el 27 de enero de 1945 por las tropas soviéticas.

«El trabajo hace libre». Es la frase que reza en el cartel de entrada al campo. Todo lo contrario a lo que tuvieron que sufrir cientos de miles de inocentes en el símbolo por antonomasia de la matanza nazi, construido en los territorios polacos ocupados por la Alemania de Hitler durante la II Guerra Mundial.

El lugar fue escenario de los actos más cruentos que se recuerdan: torturas, trabajos forzados, deshumanización sistemática, experimentos médicos con personas, ejecuciones y muerte en masa en cámaras de gas.

Todo comenzó en 1939 después de que Alemania invadiera Polonia, germen del estallido del conflicto, donde los nazis comenzaron a crear guetos para separar a los judíos del resto de la población. Los afines al dictador germano consideraban que la ocupación de la Unión Soviética era una guerra racial entre ellos y el pueblo judío, por lo que comenzaron a levantar campos de concentración para encarcelar a miles de civiles de esta etnia.

A medida que la guerra y el Holocausto avanzaron, el régimen nazi amplió en gran medida el campo. Construyeron Auschwitz II-Birkenau, donde se encontraban las enormes cámaras de gas y los crematorios donde se incineraban los cuerpos.

Durante el cautiverio, empresas químicas como IG Farben o compañías privadas como Krupp y Siemens-Schuckert tenían fábricas en el interior o cerca del campamento para utilizar a los prisioneros como mano de obra esclava.

Un sistema macabro

El día a día de los internos en este campo de exterminio fue un martirio. Personas de toda Europa fueron hacinadas en trenes sin ventanas, baños, asientos ni comida para ser transportadas a Auschwitz, donde posteriormente eran clasificadas entre quienes podían trabajar y quienes serían ejecutadas de inmediato.

A este último grupo, se le ordenaba desnudarse y se le enviaba a las duchas para «despiojarse», es decir, para ser asesinados en las cámaras de gas. Entonces, los guardias del llamado Instituto de Higiene arrojaban en estas cápsulas gránulos de Zyklon-B hasta esperar, durante unos 20 minutos, a que los recluidos muriesen. Ni los gruesos muros podían ocultar los gritos de las personas asfixiándose en el interior.

Una vez fallecidos, otros prisioneros -conocidos como Sonderkommandos- que trabajaban para los guardias eran los encargados de retirar el cabello, los dientes y las extremidades artificiales de los cadáveres antes de arrastrarlos a las incineradoras. Por último, las cenizas eran enterradas o utilizadas como fertilizante.

Cuando Auschwitz fue liberado en 1945 por las fuerzas soviéticas, los guardias de las SS intentaron ocultar sus crímenes destruyendo sus extensos registros de prisioneros, lo que dificultó hacer un cálculo exacto de las víctimas mortales. No obstante, varios estudios académicos coinciden en que cerca de 1,3 millones de personas llegaron al lugar y que solo 200.000 lograron sobrevivir al horror. De ellas, casi un millón eran judíos repartidos por toda Europa. Un buen ejemplo fueron los 437.000 semitas que Hungría transportó al centro de exterminio, que se sumaron a civiles polacos, soviéticos y gitanos.

No fue hasta finales de 1944 cuando los allí encerrados comenzaron a ver la luz al final del túnel, algunos incluso hasta pudieron escapar de la muerte. Cuando el Ejército soviético comenzó a avanzar hacia el oeste, las autoridades nazis ordenaron detener los gaseos y destruir los crematorios. Decididos a borrar la evidencia de sus crímenes, los afines a Hitler obligaron a decenas de miles de prisioneros a marchar más al oeste a otros campos de concentración, como Bergen-Belsen, Dachau y Sachsenhausen.

Las fuerzas de la URSS solo encontraron a unos pocos miles de supervivientes cuando entraron en Auschwitz. Muchos soldados recordaron cómo tuvieron que convencer a algunos de ellos de que los nazis realmente se habían ido, ya que las torturas y los trabajos forzados afectaron a los sueños y a la mente de los recluidos.

Recuerdo presente

Han pasado ya 80 años de las barbaridades que los nazis cometieron en aquel lugar, pero el recuerdo sigue muy presente por la evolución que atraviesa la sociedad global. En un acto con motivo del aniversario de la liberación del campo, el canciller teutón, Olaf Scholz, alertó ante la «normalización aterradora y alarmante» del «antisemitismo, el extremismo de derechas y las ideas nacionalistas».

Fue esa ideología y la supremacía aria que quiso instaurar Hitler la que desencadenó el capítulo más atroz de la condición humana.