Alberto Palacios Lázaro

Alberto Palacios Lázaro


Luz fundida de agosto

09/08/2024

Conticinio, esa hora de la noche en la que todo está en silencio. Para alguien que bautizó así este espacio de opinión, las noches de verano son un motivo diario de celebración. Más, si cabe, las noches de agosto, que tienen la extremada generosidad de dejarnos creer eternos e invencibles bajo el escudo de las estrellas. Con los grillos, los hielos derritiéndose, las migas sobre la mesa, el café al fuego, el cenicero humeando, el libro esperando, el tiempo parándose y el futuro derritiéndose. Porque en agosto, algo contrarrevolucionario en estos tiempos, el mañana no existe. Nadie quiere mirar el calendario, porque nadie quiere ver cómo se acorta la diminuta mecha de las vacaciones. En agosto importa el ahora. La leve brisa que dura un suspiro, y ya. Lo demás, llegará. Las noches de agosto otorgan el lujo de disfrutar de la despaciosidad, algo que sólo se puede encontrar ya, en esta sociedad acelerada, en las privilegiadas muñecas de esos cuatro toreros tocados por la varita. Ahora, sólo van despacio las noches de agosto y los muletazos de Juan Ortega. Tan despacio como ese paseo nocturno al que se le roban zancadas hacia atrás porque, en el fondo, no queremos que termine nunca. Porque ese paseo siempre desemboca en el frío invierno y en la rutina, antes de terminar para siempre. Uno se aferra a la ilusión de eternidad que conceden las noches de agosto para caminar por la memoria, por los veranos de la infancia y por la Dehesa, que en el fondo es lo mismo. El recuerdo es nítido. En el office de su cocina había un gran armario lleno de zapatos. También, varias esponjas, gamuzas… Parecía un mueble compuesto por alguien que tuvo que limpiar botas para esquivar el hambre en su niñez. En la balda superior, relucía un balón de hexágonos rojos y negros. Delante de mí, mi postal del verano: un elegante cinturón de cuero, un pantalón oscuro con un inhalador azul petróleo en el bolsillo y una ancha espalda cubierta por una camisa blanca de hilo que extendía los brazos para alcanzar aquel tesoro esférico. Y empezaba el ritual. Me entregaba, delicado, la pelota, se limpiaba aquellos finos zapatos –"recuerda, los zapatos siempre limpios. No hay nada más importante"- y yo, camino de la Dehesa, le preguntaba: "¿Yayo, hoy juegas?". "¿De portero o de delantero?", respondía. Daba igual, siempre jugaba, con su inhalador azul petróleo en el bolsillo.

Las noches de agosto son, sobre todo, para leer. Ayer, haciendo lo propio, me topé con este párrafo: "Tenía la sensación de que era como en el Jorobado de Notre Dame, donde tiene lugar una especie de fiesta del tonto y todos se burlan de una criatura en una celebración pública. Adivinad quién era la criatura este año". La escena, que da tanto para sanción como para un bochornoso vídeo viral, contaría con la indolencia del subdelegado del Gobierno de París y los vítores de la contentísima copiloto, concejala del distrito de Notre Dame. Creo que me han vendido la versión impugne del libro.