Los aproximadamente once millones de indocumentados que existen en Estados Unidos pagan impuestos mucho más altos que las 55 mayores corporaciones del país. Es un hecho. Aunque les parezca increíble, las personas que no viven legalmente en USA sí pagan impuestos. El gobierno no tiene problema para aceptar el dinero de esta gente, aunque, por supuesto, ellos no puedan disfrutar de muchas deducciones, de la mayor parte de los servicios que se financian con esos impuestos o de las ayudas públicas. Es una más de las paradojas de este país. Ha ocurrido con todos los presidentes, pero solo la actual administración les ha declarado la guerra abierta y se ha propuesto echarlos a todos, incluida esa inmensa mayoría de personas que solo busca ganarse la vida en paz. Las redadas de ICE, la temida policía de inmigración y fronteras estadounidense, se multiplican en todos los estados. No son pocos, casi siempre gente buena que quiere evitar separaciones familiares, los que han decidido volver de manera voluntaria a sus países de origen dejando atrás muchos años de trabajo y vidas hechas en Estados Unidos.
El miedo forma parte ahora de la vida de muchas personas, que procuran salir de casa lo menos posible para evitar caer en una de esas redadas. Lo peor de todo, y quizá ese sea el gran salto cualitativo que se han atrevido a dar, es que algunas de las nuevas medidas antiinmigración del gobierno de Trump afectan a ciudadanos que viven legalmente en el país. Ya hay normas que son restrictivas para las personas con visados. E incluso ciudadanos con residencia permanente han tenido problemas a la hora de entrar en Estados Unidos. Es un hecho que el Gobierno está preparando una lista de países a lo que afectará la prohibición de viajar a USA. Esto no es una novedad, pues ya ocurrió durante el primer mandado de Trump, pero ahora se habla de una lista mucho más amplia y en la que, dicen, podría haber sorpresas. Los venezolanos y los cubanos tiemblan. Pero si algo remueve estos días la conciencia de la sociedad americana es, sin duda, la precariedad, permítanme hablar así, en la que se encuentra la primera enmienda de su sacrosanta Constitución, esa que consagra la libertad de expresión y que data de 1791. Lleva solo dos meses en la Casa Blanca, y la administración Trump ya ha dado sobradas muestras de que no tiene mucho interés por respetarla: residentes permanentes detenidos en la universidad de Columbia por defender la causa palestina, programas de investigación científica en las universidades que se quedan sin fondos por no compartir los idearios del gobierno, persecución de abogados y jueces que participaron en los numerosos procesos judiciales en los que se ha visto inmerso el presidente, embajadores declarados persona non grata por atreverse a criticar las políticas de esta administración, etc.
Recuerdo ahora la opinión de una soriana expresada en estas mismas páginas el pasado noviembre al valorar la aplastante victoria de Trump. Decía que esperaba que con él volviera la libertad de expresión. Me temo que no fue así, que, por el contrario, se fue. El tema es muy grave. Cómo estarán las cosas, que me planteo si hago bien al decirlo públicamente.