En mi último viaje a Bombay me atreví a hacerlo. He visitado varias veces esta gigantesca metrópoli de la India y siempre me he alojado en el mismo lugar. Un hotel, como tantos otros a los que vamos los ciudadanos occidentales, repleto de lujos innecesarios con los que ni siquiera pueden soñar los cerca de siete millones de personas que viven en extrema pobreza en esta urbe de más de 20 millones. Desde el gran ventanal de mi habitación siempre veía ahí abajo ese mar azul de chabolas amontonadas. Hace unos días volví allí, me armé de valor, y decidí cruzar la calle para adentrarme en uno de esos barrios marginales que abundan en la ciudad. Dos mundos separados por apenas unos metros. La opulencia encapsulada entre las cuatro paredes de un hotel frente a cientos de chabolas cubiertas con lonas azules bajo las que conviven adultos, niños y viejos con poco más que hacer que recoger algo de basura por las calles para ganarse unas rupias.
Iba con algo de miedo, pero solo encontré ojos brillantes que se clavaban en mi con más curiosidad que otra cosa. Es el exotismo de la piel blanca en un país de piel oscura. La gente de aquel barrio, más pobre que las ratas, viviendo entre animales y basura, eran personas humildes, educadas culturalmente en la obediencia, casi hasta humillarse, y muy respetuosas de su religión, atentas siempre a mantener con dignidad los altares de sus deidades. Gente que amanece con el único objetivo de encontrar algo de comida que les permita vivir un día más. Seres humanos condenados a nacer y morir sin esperanza. De ese submundo a la realidad del mío solo me separaba una calle. Apenas cincuenta metros hasta la puerta del hotel y de una cosmovisión absolutamente alejada de aquellos barrios de chabolas que solo preocupan a las ONGs.
De vuelta en la confortabilidad obscena de mi hotel, ¡cómo cuesta sentirse bien después de algo así!, me doy de bruces con mi realidad. La de las noticias sobre las últimas decisiones del presidente Donald Trump: aranceles al comercio como herramienta económica y de presión, venganzas contra los miembros de la anterior administración, redadas contra la inmigración ilegal que siembran el terror en las calles, deportaciones que buscan la humillación de las personas, abandono de instituciones internacionales, o el proyecto de convertir Gaza en un resort. Nada de esto interesa a aquellos que dejé al otro lado de la calle. Ni sabrán, casi seguro, de la existencia de ese hombre malo con el pelo anaranjado. Pero sí notarán pronto las consecuencias de sus decisiones, como la eliminación de USAID, la agencia estadounidense para el desarrollo internacional que reparte ayuda humanitaria y que es clave para la supervivencia de tantos seres humanos. Ni lo intuyen, pero quizá en ese barrio de Bombay están a punto de experimentar con crueldad sus políticas. De camino al aeropuerto para volver a casa pasamos por un puente bajo el que se arremolinan cientos de personas sin techo tiradas por el suelo. Llueve. A través de la ventanilla veo a un niño de apenas tres años. Vomita y tiene diarrea, verde. Está famélico y su madre llora desesperada. No creo que llegue a la noche. Jamás olvidaré esa imagen. Y la vida sigue.