Mi sobrina de 6 años quería que hoy les hablara de los tractores. No de los vehículos en sí, ni siquiera de la versión en juguete, teniendo en cuenta las fechas en las que estamos. Ella quiere que hable de los agricultores, de sus protestas y sus problemas, porque su padre es uno de ellos, y entonces sabe a ciencia cierta que tiene algunos problemas y por eso tiene que ir a protestar a Valladolid de vez en cuando. El fondo del asunto aún se le escapa, pero más pronto que tarde se enterará de que el sector primario cada vez lo tiene más complicado en este mundo globalizado. Y también de que los problemas de los agricultores no nos son ajenos, ni mucho menos, y nos afectan a todos, porque todos compramos y todos comemos. Las protestas tienen su detonante en el reciente acuerdo de la Unión Europea con Mercosur, por el que se dará vía libre a productos que lleguen de otros países, especialmente de Sudamérica, con precios más bajos y con normativas más laxas, lo que supondrá una competencia desleal cuando poco. Y así nos encontramos con una trampa más a las que hay que sumar los elevados costes de producción, la falta de incentivos para el relevo generacional, la necesidad de un cambio en la normativa de la cadena alimentaria, así como el sistema de los seguros agrarios y una gestión cuestionable de los recursos hídricos. Todo esto ya llevó a los agricultores y agricultoras a manifestarse masivamente el pasado mes de febrero, con tractoradas históricas que hicieron mucho ruido y lograron rascar algún acuerdo de mínimos, toda vez que se vio que el colectivo podía paralizar el país. Pero todo se olvida muy fácilmente, y el acuerdo con Mercosur, muy celebrado políticamente, vuelve a poner sobre la mesa el difícil mantenimiento del campo, al menos, en España.
La cuestión de fondo, esa que aún no alcanza a entender mi sobrina, no es otra cosa que el hecho de que el mantenimiento del sector primario nos pone ante el espejo del sistema capitalista y sus incongruencias. Queremos comer barato, eso es lo primero, así que en un mercado cada vez más libre, imperan los productos llegados del otro lado del mundo procedentes de explotaciones en las que, seguramente, los derechos de los trabajadores y trabajadoras brillarán por su ausencia, por no hablar de las normativas de calidad y seguridad. Por otro lado, queremos mantener a salvo nuestra conciencia ecológica, pero no podremos hacerlo comprando productos que hay que traer en enormes cargueros que dejan un reguero ingente de huella de carbono. También queremos que el medio rural se mantenga, pero sin darnos cuenta que para ello es necesario que sobreviva la agricultura, y aún seguimos viendo con cierto recelo que nuestros hijos e hijas se dediquen al sector primario, en vez de cualquier otro trabajo 'más seguro'. Y seguimos sin entender que comprar local es contribuir a que todo el sistema se mantenga, aunque sea más caro. Y también, que es la decisión más ecológica y la que más calidad va a traer a nuestra mesa. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, es el precio el que determina nuestra decisión de comprar, sin fijarnos en lo que hay detrás. Comprar para comer es cada día más caro, eso es un hecho, pero es precisamente ahora cuando más cuidado hay que poner en lo que se compra y en lo que se consume, porque también es determinante para nuestra salud.
En definitiva, el campo tiene una salida complicada en el tablero de la globalización, y es bastante evidente que los gobiernos no van a proteger al sector, porque el mercado manda. Creo que el sistema solo podría salvarse con un cambio de mentalidad de los consumidores y redes locales de consumo y también eso es complicado. En fin, empecemos por no volvernos locos en las mesas de Navidad, consumir de manera consciente y aprovechar bien los alimentos.