No quiero ver la serie de moda, Adolescencia. Casi todos los que ya la han visto coinciden en que es tan buena como dura. Dicen que duele. Mucho. No soy masoquista. No quiero sufrir. Por eso no quiero verla. Prefiero sacrificar el placer de disfrutar de una buena serie que pagar con el peaje del dolor. No, no me gusta sufrir. ¿A quién le gusta sufrir? Me conformo con los análisis que he escuchado y he leído para entender el planteamiento sobre la responsabilidad que la sociedad tiene con los adolescentes.
La adolescencia siempre me ha parecido la etapa más complicada de la vida. Aún me falta experimentar la vejez, pero hasta ahora, la adolescencia la he percibido como la más difícil. No eres niña ni adulta. Estás en tierra de nadie. No sabes nada y te crees que lo sabes todo. Ese es el resumen de mi lejana adolescencia. Todo ello aderezado con una revolución hormonal que no te permite saber si vas o vienes. No sé si antes era más fácil ser adolescente que ahora. Si antes era más fácil ser padre que ahora. Si los educadores, profesores o maestros lo tenían más fácil antes que ahora. ¿Cuándo era antes y desde cuándo es ahora? ¿Dónde está la línea que separa el pasado y el presente? ¿En el del nacimiento de las redes de sociales que en mi adolescencia no existían? En mi época las redes sociales eran un banco de la Dehesa, las pintadas en las puertas de los servicios de los bares, en las fachadas, en los vagones de los trenes. No soy psicóloga ni socióloga para dar respuesta a los planteamientos de la serie, pero quiero pensar que todos los adolescentes no son iguales al de Adolescencia. Ni todos los ambientes, ni todas las familias. Generalizar no es recomendable. Escuchando o leyendo a los que han visto la serie da la terrible sensación de que vivimos en una sociedad peligrosa en la que todos los adolescentes son potenciales asesinos o delincuentes, que familias y profesionales de la enseñanza no sabemos educar, que las nuevas tecnologías están destruyendo los valores y principios de la humanidad. Me transmiten una imagen catastrofista. Parece que todos somos monstruos anulados o manipulados por las redes sociales: los chavales, las familias y la comunidad educativa.
Escuché hace unos días una entrevista a Amparo Larrañaga en la que decía que en todos los dramas hay algo de humor. Comparto ese análisis. También ocurre lo contrario, que en todo humor hay algo de drama. El drama y el humor, la risa y el llanto, la felicidad y la tristeza, los aciertos y los errores, las víctimas y los verdugos; todo se mezcla en la vida en diferentes porcentajes. Por eso me gustaría una secuela de Adolescencia que ofreciera la otra versión de la misma historia, la de la víctima y su familia. ¿Sacaríamos las mismas conclusiones? ¿Haríamos la misma radiografía de la sociedad actual y sus peligros? Quizás dejaríamos de generalizar.