Es noticia el festejo ancestral que se dio en llamar 'Toro Jubilo', con escenario en la doblemente milenaria ciudad de Medinaceli. La suspensión por parte de un juez de Soria, ignoro si soriano, ha enervado a los defensores de las tradiciones que nos hacen singulares a cada uno de los territorios de la península ibérica y del mismo modo a una infinidad de pueblos, comarcas, naciones y continentes de todo el orbe. A estas alturas se estarán preguntando si, estas líneas, son para defender esta fiesta o denostarla. Ni lo uno ni lo otro. He vivido y contado el Toro Jubilo para la radio y la televisión. Reconozco que la primera vez, con apenas 20 años me impactó. Casi me desplacé al pasado remoto de su origen, quizá quien sabe, si abducido por esas fantasías juveniles que, como era mi caso, se habían comprometido consigo mismos a conocer, defender y apostar por esta tierra en todos sus aspectos. Los tradicionales también. No fui ajeno al sufrimiento del animal. Existe. Ni tampoco al arraigo de una comunidad con tradiciones antiguas que no carecen en absoluto de valor. Observen que los catalanistas más recalcitrantes odian la fiesta de los toros pero mantienen sin embargo lo que llaman 'bous al carrer', que no dejan de ser reflejo del milenario enfrentamiento del hombre con los iconos más poderosos de su mitología
Pero vamos al asunto. Lo que estos días me enciende es que junto al proceso de exterminio de estas celebraciones, nos estemos sumando a otras en la que estupidez ovina nos señala como lo que somos. Una tropa, o mejor dicho un rebaño en el que algunos beben en los abrevaderos de siempre y otros se suman a los que impone la voluntad del más influyente. A nadie parece que le importa un pimiento la adopción de conductas inducidas, por no decir impuestas por los nuevos dominadores del planeta. No tendremos Toro Jubilo, y en breve este mismo juez podría suprimir La Saca en la capital, pero ningún magistrado detecta el envenenamiento masivo que supone el consumismo estúpido y borreguil que nos llega con Hallowen, o el inminente Black Friday. Lo uno y sobre lo otro, jalonado de una fiebre pandémica de consumismo absurdo que parece inocuo al lado de un novillo al que le colocan un par de antorchas a treinta centímetros de su testud. No muere, casi nunca, pero sufrir sufre. Los adictos a todo lo que nos trae el imperio norteamericano disfrutan como un burro en un berzal gastando sus recursos, poco o mucho, para enriquecer a canallas que producen baratijas en infames factorías del extremo oriente. De esos 'animalitos' humanos también que gustaría que se ocuparan los que sólo tienen ojos para el 'bienestar animal'.