Aquellos que nacimos al final de los sesenta del siglo pasado lo hicimos bajo una dictadura, pero, por suerte, crecimos dentro de un Estado Democrático. Por eso y por la educación que recibí en mi casa -tanto mis padres como mis abuelos me inculcaron, desde que tengo uso de razón, lo que suponía vivir en una democracia-, tengo conciencia de lo que significa vivir en un país occidental en el que los ciudadanos, libres e iguales, elegimos a nuestros representantes.
Por eso y aunque soy consciente, o al menos así lo creo, de que hay cosas que podrían mejorar, pienso que vivimos en una sociedad con las herramientas de participación necesarias para legitimar el Estado de Derecho. Así que no puedo evitar indignarme ante quienes usan la palabra democracia en vano, quienes formando parte de los aparatos que el Estado contempla para la total participación del pueblo, no solo no dejan de atacar las propias bases que la sustentan, sino que se identifican con formas de gobierno opuestas a la de un país como el nuestro.
Es curioso que estas fuerzas, y las personas que las representan, siempre se encuentran alineadas en los extremos y únicamente esgrimen la palabra Democracia cuando las leyes que ellos mismos deberían representar no les dan la razón; cuando la justicia señala sus errores, no solo aprovechan para mostrar que se sienten perseguidos, sino que atacan al propio Estado y su separación de poderes.
A nadie se le escapa que estamos en unos momentos delicados, en los que muchos estados se acercan a formas de gobierno en los que no prima la igualdad, sino unos sentimientos nacionalistas, machistas y xenófobos, donde los retrocesos en materias sociales y humanas se advierten como soluciones a un estado de crisis que ellos mismos, o gobernantes a los que se sienten cercanos, alientan.
Lo peor de todo es que sus discursos sencillos y acomodaticios, pero estudiados al milímetro, calan con facilidad en los colectivos más vulnerables, en aquellos que verán en sus promesas y en la señalización errónea de los causantes, la solución a sus problemas. La culpa siempre va a ser de los otros, de los diferentes, de quienes piensan distinto que ellos, de quienes han llegado a nuestro país huyendo de la miseria, de la persecución o de la opresión para labrarse un futuro en libertad; en resumen, de aquellos que pueden poner en peligro el estatus que ellos creen que se merecen.
Por si esto fuera poco, los partidos que sí deberían defender con todas sus fuerzas la Democracia, se dedican únicamente a señalar los logros propios y los errores ajenos en vez de facilitar con sus estrategias el ascenso de las fuerzas que crecen a medida que lo hacen los problemas a nivel nacional y mundial.
Así que aquellos que por despecho, por su situación o por la mal entendida simpatía, se acercan hacia los extremos, que piensen lo que supone la Democracia en un país y, por encima de todo, lo que les supondría, a ellos y a sus hijos, la falta de esta en un país en el que peligran los logros conseguidos en las últimas décadas.