El calor de los vivos chocó frontal con los fríos, inertes y empañados cristales del coche. Por las aceras, más gente de lo habitual para ser madrugada, diciembre y Soria. El Niño había nacido; el gallo cantaba sobre el altar en la misa más universal. En la Avenida de Valladolid, dos mujeres dejaron unas bolsas de basura en los contenedores, ya repletos por las sobras de los vecinos más raudos. "Siempre parece que en las demás casas se lo están pasando mejor que en la tuya", dice Garci sobre Nochebuena. Por eso, aquellas bolsas estaban llenas de lustrosas viandas, huesos de jamón cebado, cáscaras de marisco… Aunque en esa casa sean alérgicos, agnósticos y hayan cenado una tortilla. Aquellas dos mujeres, poco abrigadas para el efímero recado, regresaron al portal y, quizá, subieron en el ascensor entre risas y bromas. Aunque, probablemente, subieron destempladas en un ascensor viejo y lento, con una bombilla fundida. Una bostezó, o no hablaron. O la otra se quejó porque le tocaba trabajar al día siguiente. Y nada de eso está mal. Lo que no está bien es el relato que nos autoimponemos, comparando. El que desprecia lo propio sólo porque es propio y ensalza lo ajeno, sólo porque es ajeno. En Mosquera de Barnuevo, dos chavales caminaban, hombros encogidos, manos en los bolsillos, sin conversación. Cuando crees que estás mal, siempre hay alguien peor: quienes salen de fiesta un 24 de diciembre. Hasta casa, en el asiento de atrás, fui fijándome en todos. Los miraba con el gesto torcido del torero que regresa al hotel sabiendo que el toro se le ha escapado vivo. Sentía que Nochebuena se me había ido. Antes, la vivía con un espíritu que este año no se encendió ni con las luces de Navidad, ni con el extenuante e irrepetible vermú-comida-cena-trasnoche de amigos, ni con el desayuno de domingo, panettone y lotería. Ni con ese aperitivo del 24 en la Herradores, de reencuentros, buenos deseos y cervezas del tiempo, casi congeladas. Tampoco con la cena en la que, después de años, estábamos todos otra vez. En la que sobró comida, se aplaudió cada ocurrencia y se rieron todas las bromas. En la que se brindó por todo y por todos. En la que se paró el mundo, se celebró el ahora y el cumpleaños más trascendental. Entrando al garaje entendí que mi gesto era, quizá, el del torero que ha toreado Nochebuena como la siente, sin convencionalismos ni imposiciones, como le pedía el corazón. Arriba, toda la decoración lucía con fuerza, deslumbraba el Belén. Junto al pino, en cada golpe de luz, se adivinaba la silueta de los regalos. Hacía el calor que sólo hace en casa. Y entendí que, posiblemente, había vivido la primera Nochebuena que me espera el resto de mis días. Sin exigencias, estando muy en el sitio, toreando como sé y quiero, fijándome en el buen hacer de mis mayores. Allí, en el salón, deslumbrado por la oscuridad, acababa de abrir la Puerta Grande de la Nochebuena, aunque aún no lo supiera.