El otro día, charlando en su casa, Andrés Trapiello me contó que, para él, la Navidad es un encuentro con las pérdidas. Más que el 1 de noviembre. Porque el 1 de noviembre pide solemnidad. Y, entiendo, que porque no echas de menos compartir ese ratito de cementerio y frío con nadie. Pero la cosa cambia cuando todo es alegría, calor, casa, comida, brindis y especiales televisivos muy refritos. Esta última retahíla es mía, conste, y no del pobre Andrés. Pero es verdad. Ahí es más complicado no pensar en qué divertido sería estar con X en ese rato tan estupendo de abrazos de bienvenida - «uy, qué frío traéis, pero qué caras, y qué manos», «el que hace abuela, el que hace»-, de sobremesa eterna, de anécdotas repetidas, de envoltorios de polvorones por toda una exultante mesa empantanada de bigotes de gamba, de migas, de copas a medias, de tazas de café, de alambres de champán y sidra, según preferencias, y de naipes. De tímidas cabezadas en el sofá, mientras Kevin se ha vuelto a quedar solo en casa entre anuncios, anuncios y anuncios. De nacimiento en un pesebre, claro. Que no se nos olvide. En todo ello, podríamos ser alguno más de los que somos, es cierto, y no pasaría nada. Trapiello sí me decía que siempre sentía una mezcla de sentimientos muy ambigua en estas fechas. Pero que este año más, si cabe, por la reciente pérdida de un hermano. Por edad, afortunadamente, en esa lista de ausencias tengo caras muy contadas y aún no difuminadas. Tampoco arrastro una vida entera a mis espaldas, aunque algunos días así lo sienta, ni mucho menos un largo listado de nombres tachados, a los que ya no se les puede llamar. Por ahora, sé a quién echo de menos. Son un doloroso pero muy contado y concreto ramo de rosas. Siempre rojas, siempre tersas. Con espinas afiladas que, de vez en cuando, dan un toque en la yema del dedo. Seguramente del dedo corazón. Pero no son una rosaleda, todavía. Cuando lo sean, imagino, uno echará de menos, incluso, a gente que no se acordaba que echaba de menos. Porque me pasó.
El otro día, en el coche y por Soria, ríanse de Ulises, con la radio puesta, una cuña me abofeteó en esta dirección. Con el chip automático, repliqué, al mismo tiempo que los altavoces, un anuncio. Me salió diciendo el nombre de los tres presentadores señeros. Pero, desde hace un año, sólo son dos. Locuté, imitando la voz de la cuña, un sonoro «¡Y Pepe Domingo Castaño!» que no encajó. Hacía mucho que no me acordaba de Pepe. Tanto que, por un momento, pensé que todo seguía igual. Entonces, noté que empezó a hacer un poco más de frío en el coche. Aunque, igual no era frío, sino que empezaba a hacer Navidad. A Jorge Guillén le pasaba eso, pero con Lorca. «Cuando estás con Federico, no hace ni frío ni calor; hace Federico». Quizá mi teoría no sea tan descabellada. Abríguense bien. Está empezando a hacer Navidad.