Cada cierto tiempo, la naturaleza nos sorprende con zarpazos de gran envergadura, que nos obliga a recordar viejos análisis y discusiones, que en el fondo vienen a decirnos que no hemos aprendido nada desde la última catástrofe. Debe haber mucha rabia y desilusión entre los miembros de la comunidad científica, que llevan muchos años avisando de los peligros derivados del calentamiento global y de la pésima gestión territorial que la política ha ejecutado durante mucho tiempo en la cuenca mediterránea. Es desesperante lo que cuesta en este país afrontar los grandes problemas de estado y, mucho más, lograr consensos sobre ellos. Por debajo, siempre los mismos intereses particulares o de partido, y uno de los grandes defectos del sistema democrático: la visión cortoplacista y de rentabilidad electoral de las políticas a seguir. La catástrofe que hemos vivido, de una magnitud sin precedentes, ha sacado a la luz algunas de las carencias y debilidades que arrastramos como sociedad, a la vez que las consecuencias de una actividad política polarizada y desproporcionadamente enconada en una lucha descarnada por el poder que, además, se ha exportado a la UE en un ejercicio de cainismo político al que, por desgracia, ya estamos habituados.
Tenemos un problema recurrente de coordinación institucional y de consecución de acuerdos entre administraciones distintas, con una larga tradición de cargar responsabilidades al otro. La catástrofe ha puesto de manifiesto también la falta de una cultura de urgencias y como estamos inmersos en una sociedad de la inmediatez, con poca capacidad de gestión de la incertidumbre. Por otra parte, la política no ha estado a la altura de los tiempos que podían llegar. Hace muchas décadas que la política hidráulica de los gobiernos en la cuenca mediterránea se ha olvidado de la gestión de riesgos y la mejora de condiciones en los ríos y barrancos que bajan de las montañas del interior. Eso no daba votos. Tampoco los partidos han demostrado un especial interés por la Ordenación del Territorio. La planificación territorial resulta incómoda para el poder, señalaba Fernando Manero, catedrático de Geografía y experto en OT. Es una política demasiado restrictiva para actuaciones indebidas y sus acciones se someten a una metodología estricta de evaluación y control de impactos, así como de una visión a largo plazo que casa mal con objetivos refractarios a cualquier tipo de supervisión. El modelo autonómico, como gestor de las principales competencias, ha sido letal para España. No entramos a valorar los sistemas de ascenso dentro de los partidos políticos, guiados más por las luchas de poder y por colocar a personas de confianza que por los méritos de los candidatos. Por eso no sorprende que haya una gestión de intereses tan incompetente, cuando no plagada de actitudes caciquiles y de decisiones de auténtico nepotismo, sin ningún cálculo de riesgos. El que existan tantas construcciones en zonas inundables es un ejemplo paradigmático.
La tormenta perfecta se consagra cuando el negacionismo climático escala más allá de los intereses de algunas fuerzas políticas y de los sectores más egoístas y cortoplacistas de la sociedad. Un negacionismo que deslegitima la autoridad de la ciencia, que cuestiona agencias de reconocido prestigio internacional, como es la AEMET, y acaba banalizando los avisos e informaciones que salen de ella. El Mediterráneo es el principal damnificado en Europa del calentamiento global. El incesante aumento de su temperatura es gasolina para la generación de grandes catástrofes. La presencia de ciclones tropicales en ese mar, la extensión, intensidad y permanencia de esta DANA, con una réplica 15 días después, las inundaciones en Italia, la profundidad de las borrascas que se generan en el Atlántico, la sobre temperatura que padecemos a lo largo de gran parte del año son signos evidentes de la crisis climática que sufrimos. Sin embargo, el entorno que nos llega no lo pone fácil, con un negacionismo creciente en Europa y una administración negacionista en la primera potencia mundial.
Más allá de la lucha política partidista y de sus interesadas discusiones, hace falta un debate sereno y sosegado. Un debate que tiene que contar con un equipo independiente e interdisciplinar para reconsiderar la planificación de la cuenca mediterránea, y prepararla para avenidas de mayor envergadura. Habría que minimizar los riesgos para las casas ya construidas y establecer una verdadera política de Ordenación del Territorio para el futuro. Es una tarea ingente, descomunal, que tiene que abarcar muchos ámbitos de actuación, pero necesaria. Hay demasiados muertos y demasiada destrucción como para que esto quede como un episodio más en la lista de desastres que padece este territorio. Quizá no se pueda evitar una catástrofe así, pero sí atenuar mucho sus daños.