Con la perspectiva que dan los años, podemos decir que los efectos de la pandemia en el comportamiento general de la población y, particularmente, en sus opciones de consumo se están prolongando en el tiempo de una forma hasta cierto punto inesperada. De repente, se ha desatado una fiebre por viajar desconocida hasta ahora. Es como si no hubiera un mañana y la gente quisiera vivir más que nunca al día. Las cifras de movimiento turístico a escala mundial no paran de crecer, mientras otras opciones de consumo se estancan o decrecen. Es tal la expansión del turismo internacional que los grandes centros de atracción ya han superado todos los límites imaginables de capacidad de acogida. Lo mismo para el turismo de naturaleza, que para el de sol y playa o el de ciudades monumentales. Hacer el Tour del Mont Blanc o los Dolomitas es encontrar una masificación sin precedentes, con turistas procedentes de todas las partes del mundo. Ciudades como Roma, París, Londres, Madrid o Barcelona están materialmente colapsadas, con caravanas inmensas de gente para visitar los distintos monumentos, museos, etc. No importa que la calidad del viaje se resienta. Lo que cuenta es hacerse la foto en el lugar adecuado. Pero el escenario que deja no tiene tampoco precedentes. Ciudades tensionadas por la presión hacia los alojamientos, propietarios y grandes tenedores haciendo el agosto, a base de convertir sus viviendas en pisos turísticos, subida desproporcionada de precios de los alquileres, caseros que ya no arriendan pisos, sino habitaciones para multiplicar sus beneficios. Codicia por doquier.
La Unión Europea se llena de turistas internacionales, de una población multiétnica y multicultural procedente de todos los rincones del planeta, fascinados por la cultura y el paisaje del viejo continente. Seis de los diez países más visitados del mundo son europeos. De esos seis países, tres están en la cuenca mediterránea, contribuyendo a una clara mejora de su economía. La Europa del sur, que en la gran recesión alimentaba las caricaturas de la prensa europea sobre los famosos PIGS, supera, casi por primera vez desde la entrada del euro, las cifras económicas del centro y norte europeo. España va a superar los 95 millones de turistas extranjeros. Las playas llenas, los museos, los parques naturales. Todos se benefician de este boom turístico, aunque con marcadas diferencias de unos espacios a otros, de unas ciudades a otras. Mientras unas tratan de reinventarse, de poner en valor nuevos recursos turísticos para aumentar el número de turistas y prolongar su estancia, en otras crece la "turismofobia" y el debate sobre la conveniencia de limitar la capacidad de acogida y el acceso a determinados lugares.
Europa es con diferencia la región del mundo con mayor número de turistas. La llegada de turistas internacionales superó en 2023, después del bache de la pandemia, los 700 millones, 10 veces más que EEUU y 20 más que China. Toda una contribución para la economía europea. Sin embargo, esta explosión turística, este liderazgo mundial no esconde el profundo declive que sufre la Unión Europea en el escenario internacional, casi convertida en un actor irrelevante frente al peso de EEUU o China. Alejados cada vez más del dinamismo económico de estas dos potencias, Europa se ha convertido en el gran parque temático del resto del mundo, a la vez que un mero espectador, más que un actor global activo e influyente, en los grandes conflictos y desafíos que se plantean en el mundo actual. Una Unión envejecida, desunida y temerosa, que está perdiendo el tren de la tecnología y la innovación. Una Unión recelosa de su estado del bienestar y cada vez más de su identidad, exclusiva y excluyente, alimentada por el discurso nacionalista, que está poniendo en cuestión muchos de los principios sobre los que se construyó, después del drama de la II guerra mundial. Una Unión dependiente energética y militarmente, que necesita decidir lo que quiere ser de mayor, qué papel quiere jugar en el complejo e inquietante panorama que presenta la geopolítica actual, máxime después de la victoria de Trump, que va a revolucionar las relaciones internacionales y a intoxicar, especialmente, la política europea de los próximos años. Solo con una mayor integración la UE podrá garantizar y defender los valores fundamentales que le han caracterizado, y tener una voz propia en los grandes conflictos y desafíos mundiales.