Era como una película de Fellini, cuando muestra a la multitud completamente quieta mientras sólo mueve la cámara. Como los sindicatos cuando gobierna la izquierda. Todos los figurantes se encontraban estáticos, sentados en sus sillas de campo y con la vista clavada en el agua del pantano. Una vida, una historia, unos sueños, unas ilusiones, unos miedos, unas inseguridades y una comida favorita por cada tumbona. Figurantes reales, de carne y hueso que se irán, y diluirán con ellos una historia irrepetible: aquel abrazo, ese viaje, las oposiciones… «Todo lo perderemos y todo nos perderá». A mi izquierda, un señor y una señora mayores, a la sombra, jugaban a las cartas sin pausa. «¡Pero cómo has barajado!». A la derecha, un matrimonio más joven, preocupado por la deriva, hablaba sobre el dramático asesinato del pequeño Mateo. El tono no era tan grave en las sillas de delante, donde habían decidido desconectar de la actualidad para intentar conectar consigo. «Reparte», seguía la partida. Delante, una chica joven, pelo mojado, movía rítmicamente su bronceado pie, que contrastaba con su chancla amarilla. «Si todo va bien, ¿por qué este vació que siento?», sonaba en bucle en sus auriculares. Al lado, su pareja, no dejaba de darle vueltas a una frase de aquella película que vieron frente al ventilador. En una escena, dentro de una discoteca, invitan a los protagonistas a pasar a la sala contigua, donde parece que la gente se lo está pasando mucho mejor, que las chicas son más guapas y que la bebida está más fría. «Y, al llegar, no había ninguna sala, era un espejo». Lo mismo nos pasa con el verano y la tiranía de las redes sociales. Junto a la joven pareja, el padre de uno de ellos masticaba a Borges. «Hay un espejo que me ha visto por última vez». Masticaba y masticaba, no podía digerir. El hombre no sabía ni cómo ni cuándo contarles lo que pone en ese informe del Sacyl. «Roba si no tienes», continuaba la timba. Unos nadaban, otros leían y esos paseaban. Alguno celebraba que hubiera hierba en lugar de arena. Alguna preparaba el Año Nuevo, que verdaderamente empieza en septiembre. En la orilla, piel dorada, rizos al aire, ojos emocionados, una chica acababa de decidir que volvería a escribir, tras decirle que sí su deshojada margarita. Es posible que todo ocurriera así, o que nada pasara y todo fuera una proyección mía mientras nos abandonaba el verano. «Yo me voy a marchar ya», le dijo el hombre mayor a su rival de naipes. ¿A su edad viajaban por separado al pantano? ¿¡No eran matrimonio!? Lo único que creía real de aquella tarde se acababa de desmoronar. ¿Recuperaban el tiempo perdido de algo que no fue, que no pudo ser? ¿Un noviazgo de verano desafiando a la edad? ¿O tenían aún ganas de bromear después de 60 años compartiendo almohada? No tengo la respuesta, pero todas las opciones me parecen válidas y correctas, y en ellos es en lo único en lo que me quiero proyectar. «¡Las cuarenta!».