Quizá tergiversados por la memoria -no hay recuerdo sin ficción, leí ayer, y puede que sea verdad- los días de Todos los Santos los recuerdo fríos. Nublados azabache, como si las Ánimas fueran a volver. Lluviosos. Frenéticos parabrisas, gente cruzando por donde puede, con la cabeza ladeada para no meterse en el ojo las flores que sobresalen del centro. Recuerdo Todos los Santos con el calor artificial de la calefacción del coche, con atasco en el cementerio. Con un ir y venir de calcos andantes. Porque las familias van juntas al cementerio y por los estrechos -y maltrechos por las raíces de los árboles- pasillos del camposanto te cruzas con las dos gotas de agua en las que se han convertido esa madre y esa hija. Quizá ella también tenga algún rasgo del padre. Pero no podemos saberlo con sólo mirar, el padre no va. El padre está esperando pacientemente -qué remedio-, a que le vayan a visitar. Me remueven aquellas cosas que nos 'obligan' a hacer a todos algo por igual. Me emociona saber que España está de sobremesa el 25 de diciembre. Pero me cornea el alma pensar, y casi saber, que hay quienes no lo están. Que, quizá, han comido mal, pronto y solos, y no quieren saber nada más. El día de Todos los Santos, así, me genera una especial emoción. Cada uno, a su manera, homenajea a lo único que nos iguala a todos. «¡Ay!, ojalá, algún fantasma complaciente quisiese divulgar lo que sois y lo que nosotros en breve seremos». Se puede disfrazar este día, pero me consuela su irremediable trasfondo. En Semana Santa, te vas al campo y no te enteras de nada: ni Pasión, ni Resurrección. En Navidad, enterrados en luces, regalos y dulces, llegamos a enero sin saber de nacimiento alguno. Pero en el Día de Todos los Santos es inevitable, por un instante, pensar en el fin último de este día, y en el propio.
Hay ausencias en la lista de ganadores del premio Nobel de Literatura, como en la del Balón de Oro, más notables que algunas presencias. A Joyce le sobra con 'Los Muertos', pero nunca lo ganó. En el relato, tras una acogedora y divertida fiesta de Acción de Gracias, la protagonista, al ver nevar tras la ventana, recuerda que esos fríos copos caen y caerán, por siempre y por igual, sin tregua, sobre los vivos y los muertos. Un final que siempre me encoge el estómago porque, desde niño, desde aquellos negros días de cementerio, pienso que qué frío tiene que hacer allí, estando tanto rato quieto. Y pienso en el frío porque lo siento, porque soy y estoy. Lo sé porque me duele algo, porque tengo una cena mañana. Porque Morante, Sorolla y Sorrentino. Porque atardece. Sabina. Valonsadero. Porque, desde agosto, vuelvo el puente a casa. Porque Bécquer. Porque madrugo, trasnocho, hago la compra. Porque peli y manta. Porque la familia, los amigos. Porque para ya no estar, primero hay que estar. De momento, estamos. Y aún no se ha descubierto a eso nada igual.