Enero da tregua. Hasta el año que viene, promete, no volverá a la guerra. Mayores, achacados, enfermos o tristes sólo piden a Dios que ellos lo vean. Pasito a pasito, las tardes alargan y los cielos se colorean. Espera, a lo lejos, la joven primavera. Febrero puede entenderse como un mes de paso pero puede ser mucho más. Puede ser el mes donde caigan caretas, donde se pidan cuentas a los poderosos irresponsables y se agradezca a los pudientes justos y sensibles, que dan de comer a miles, que donan pruebas médicas y quitan barro aunque no sea en sus jardines. Febrero es libertad y carnaval. Es pan, chorizo y huevo. Febrero dura menos porque se rebobina a 3x4, a golpe de rima, de verso endiablado, de cuplé risueño y de pasodoble afilado. Febrero es el Falla, y el Falla es el pueblo. Y, si tuviera la oportunidad, bien sacaba yo mi agrupación para reivindicar. Tres componentes justifican que mi comparsa de este año Los Dignos se va a llamar.
Uno: La Barrosa. Valores, pasión, esfuerzo, familia, tradición, legado, humildad, atención, cariño, saber estar y disfrutar, apretar los machos, la pata adelante, currar, currar y volver a currar.
Dos: La noche arañaba los abrigos en Madrid. Nos refugiamos en un lugar de culto. Barra de metal, grifo de verdad, sin publicidad. Latas de conservas, fluorescentes azulados, servilletas en el suelo, cortezas, almendras, berberechos y bacalao. Y allí estaba A -afeitado, bien peinado- en pie, tras la barra, no unas horas, sino varios siglos. Segunda generación de un negocio de 1932. A, perdiéndole pasos a su pulso, alza el brazo lento, con notable dificultad, y, con temblequeo, tira la mejor caña de la capital. ¡Cómo tuvo que torear! Empuña una espátula blanca en la otra mano, también temblorosa, e iguala con acierto la espuma. Siempre tapa y siempre trato de usted. Con su cárdigan verde botella, aunque le cueste caminar, se niega a servir las raciones por encima de la barra. Plato en mano, sale de ella para dispensar en persona y mirando a los ojos. «Que les aproveche», y emprende el lento camino de vuelta a su hogar, situado tras una pulcra barra de bar.
Tres: F es muy mayor. Más que A, todavía. Pelo blanco, peinado hacia atrás. Barba perlada, poblada y cuidada. F camina con la ayuda de un bastón. Siempre viste muy elegante. Traje, abrigos largos, bufandas estampadas en invierno y pañuelos de seda en primavera. F, cada vez más encogido sobre sí mismo, destila elegancia, educación, cultura, mundo, experiencias y diplomacia. El otro día, el ascensor, de bajada, paró en mí planta. Dentro iba F, que no esperaba esa pausa. Se abrieron las puertas, alzó la vista, me miró y escondió tras de sí dos botellas de vino vacías. Nos dimos los buenos días. A los pocos segundos habló: «Haces muy bien». «¿Perdone?», contesté. «Digo que haces muy bien en arreglarte para ir a trabajar. Hueles estupendamente. Yo también lo hacía cuando trabajaba, cuando aún servía». Llegamos al portal con los ojos húmedos y el alma encogida.